Esta es la historia de un escritor que vivía con su madre, a la que un día, mientras desayunaban, dijo:

-Mamá, hoy no quiero escribir.

La madre escuchó con perplejidad a su vástago y finalmente le instó a que entrara en su gabinete, se pusiera frente a la máquina y añadiera un capítulo a la novela que tenía entre manos.

-Y no me des el día -añadió-, que bastante tengo con estas migrañas, que me van a matar.

Como el hijo se ratificara en su negativa, la madre le preguntó qué quería hacer, a lo que el novelista respondió que prefería ir a la oficina. El deseo resultaba chocante si tenemos en cuenta que la mayoría de los oficinistas sueñan con escribir una novela que les libere de la rutina administrativa. Así se lo explicó la mujer, añadiendo que su padre, que en paz descansara, se había muerto de hastío por ganarse la vida en una oficina de patentes.

-En una oficina de patentes -respondió el hijo- trabajó Einstein y le dieron el Nobel.

-Quien dice una oficina de patentes dice una oficina de seguros -apostilló la madre.

-En una oficina de seguros trabajaba Kafka y escribió algunas de las obras más importantes del siglo XX -arguyó el hijo.

Cuando se producía esta curiosa escena, el escritor que no quería escribir contaba cincuenta años y su madre ochenta. Aunque las novelas de él estaban lejos de venderse como churros, tenían una salida digna y había obtenido varios premios oficiales con ellas. En general, la crítica consideraba que en cualquier momento podía alumbrar la obra maestra que le consagraría universalmente.

-El día que escribas tu obra maestra -dijo la madre- te dejaré ir a una oficina.

-Pero es que no seré capaz de escribirla si no voy a la oficina -contraatacó el hijo.

Al comprender que no podría sacarlo de su error, la madre cerró la boca pensando que sería mejor dejarle hacer ese día lo que quisiera. El silencio de ella le haría sentir culpable y al día siguiente regresaría dócilmente a la obra maestra. Durante el resto de la jornada apenas se vieron. Ella se tomó dos pastillas contra la neuralgia y pasó la mañana cabeceando en el sillón orejero del salón. Él hizo 20 ó 30 pajaritas de papel, tratando de reproducir, según su fantasía, la vida de un oficinista cualquiera. No escribió una línea de la novela a la que ambos se referían como la obra maestra que daría a conocer su nombre en todo el mundo. La tarde, tras una comida frugal, durante la que apenas hablaron, discurrió del mismo modo. Como no tenían tele, por la noche escucharon la radio y se retiraron a dormir temprano.

En esta ocasión, los cálculos de la madre fallaron. Lejos de estimular en su hijo el sentimiento de culpa previsto, provocó en él una suerte de ira silenciosa e inédita en la relación que había entre los dos. Al tercer día no sólo no se había acercado a la novela, sino que había colocado sobre la máquina de escribir una funda que tenía también algo de sudario. Parecía evidente que su determinación era inamovible.

-Si no escribes, me muero -dijo entonces la madre.

-A lo mejor, lo que necesito para escribir es eso, que te mueras -respondió cruelmente el hijo.

Fue dicho y hecho porque la madre falleció a los cuatro días de esta breve conversación. Tras el entierro, el escritor logró colocarse en el departamento de contabilidad de la editorial con la que venía publicando sus libros. Le dijo al editor que necesitaba pasar por esa experiencia para escribir una novela de contables.

-¿Una novela de contables? -preguntó el editor con extrañeza.

-Sí, no se ha escrito nunca. Será un éxito.

Los días comenzaron a transcurrir con la lentitud de un recurso administrativo, como sucede cuando uno se dedica a la burocracia. Una vez instalado en la rutina de su nueva existencia, el escritor se llevó a la oficina la novela a medio escribir que había abandonado en un cajón y la fue sacando adelante sin agobios durante los periodos de descanso, mientras sus compañeros daban cuenta del bocadillo que traían de casa. La concluyó a los dos años y fue un éxito sin precedentes que lo lanzó definitivamente dentro y fuera de su país. La dedicó a la memoria de su madre. El editor jamás le reprochó que no tratara de contables.