Dos han sido, a mi entender, los momentos culminantes del viaje del Papa a Estados Unidos: su discurso ante la Asamblea General de Naciones Unidas y su reiterado pedido de perdón por los abusos sexuales a menores, que llenó de vergüenza a todos los católicos y que dañó el prestigio de la Iglesia entre la población norteamericana.

Como Juan Pablo II en 1996, Benedicto XVI llamó a la comunidad internacional para incrementar la protección de los derechos humanos, entendida como base moral de toda autoridad gubernamental. Sobre este principio, el Papa señaló que en su cumplimiento descansa la estrategia más eficaz para borrar las desigualdades entre las naciones y entre los diferentes sectores sociales, así como para preservar la paz entre los pueblos.

El Papa mismo quiso ofrecerse como un ejemplo vivo del ejercicio de la libertad religiosa al visitar la sinagoga de Park East y proclamar la necesidad de ampliar el diálogo interreligioso. En un momento en que el fanatismo religioso se ha convertido en una grave amenaza mundial, su gesto se carga de una especial significación.

Durante su intervención en Naciones Unidas, el Papa tampoco cayó las graves desigualdades que padecen las naciones pobres y la necesidad de prestar ayuda a los países que sufren las consecuencias negativas de la globalización.

En cuanto a la solicitud de perdón por los abusos pederastas de sacerdotes, Benedicto XVI ha continuado una práctica iniciada por su predecesor Juan Pablo II. En las últimas décadas la Iglesia no ha tenido sonrojo en reconocer los errores que se han producido en su interior. Se ha pedido perdón por todos aquellos momentos en que la Institución erró y el juicio humano de sus jerarquías sembró el desconcierto e hizo penar a muchos inocentes.

No conozco ninguna otra institución, país alguno o grupo humano que con mayor insistencia, de manera inequívoca y severa, haya dado tantas pruebas de arrepentimiento.

Cuando el escepticismo y el relativismo moral parecen adquirir señas de una postmodernidad mal entendida, el Papa nos ha recordado que no se puede establecer una auténtica comunidad humana en la que Dios esté ausente. De ahí que el aspecto pastoral de la visita haya sido el sustento de las facetas políticas y sociales de sus intervenciones. Y esto es lo que lo diferencia de cualquier otro jefe de Estado.