No sé por donde diablos anda traspapelada aquella fotografía tomada en blanco y negro en el 66 en el pedregoso campo de deportes del Instituto Arzobispo Gelmírez, que acababa de abandonar su pazo de Mazarelos para instalarse en el edificio que es ahora sede administrativa de la Xunta de Galicia, en San Caetano. En aquella alineación futbolística actuaba como portero un chaval guapo y espigado, saludable, extrovertido y algo tralla, que se llamaba Tito Camba y hacía unas paradas muy resueltas y algo barrocas que incluso eran aplaudidas por el rival. Su carácter expansivo y rebelde parecía reservarle un destino que tuviese poco que ver con los estudios, tal vez en el cine, acaso como croupier en Las Vegas, quien sabe si, incluso, como agitador de motines en cualquier prisión. De nada parecía servir que su padre le procurase la amistad de un pacífico vecino suyo de A Trisca que tenía mañas de santo y se había metido a estudiar para cura en el cercano seminario de Belvís. Fue una suerte que la vocación sacerdotal del bueno de Manel Parcero no se resintiese de la compañía de aquel muchacho bello, atlético y desenvuelto al que no parecía importarte mucho que su padre tratase de quitarle el vicio de fumar obligándole a comerse enteros sus paquetes de cigarrillos. Tito Camba podía con todo y tenía por costumbre emplear la mitad de su orgullo en sonreirle a los castigos, y la otra mitad, en sacar adelante los estudios con una brillantez sorprendente. Lo cierto es que aquel muchacho por tantas razones inolvidable, dominaba los libros de texto con la misma soltura con la que me consta que manejaba la baraja, y con el mismo provecho. Recuerdo que en casa le educaron con un rigor a veces extremo, pero fue probablemente aquel el origen de una vocación de médico que le llevó de cabeza a cursar estudios en la Facultad de Medicina de su ciudad natal y a convertirse luego en lo que es ahora: jefe del servicio de Anestesiología, Reanimación y Dolor del Hospital Arquitecto Marcide de Ferrol, elegido no hace mucho presidente de la Sociedad Española del Dolor, experto de rango internacional en una materia a la que uno imagina que le cogió incipiente afición gracias también a las tremendas costaladas que se pagaba cada vez que sus palomitas de portero remataban su vuelo en la pedregosa superficie del campo de fútbol del instituto. Estoy informado de la simpatía que sienten por él cuantos trabajan a su lado en el hospital ferrolano. Hace muchos años que no le veo, pero por lo que me cuentan, el eminente doctor Manuel Alberto Camba Rodríguez se conserva más joven que cualquiera de los bachilleres de su promoción y no ha perdido ni un ápice del gancho de estupendo chico malo que tenía cuando sólo era Tito Camba, aquel chaval que separaba las hojas de los libros de texto con las cartas de la baraja y parecía capaz de encontrar anestésico consuelo en las horribles punzadas de cualquier dolor. Como no podía ser menos tratándose de un compostelano, Tito Camba triunfó lejos de su ciudad y a espaldas de quienes se despreocuparon de seguir su irreprochable trayectoria. Su amigo Manel Parcero continuó con gran aprovechamiento sus estudios eclesiásticos en el Seminario Mayor de San Martiño Pinario, se ordenó sacerdote, hizo misa con la misma ilusión que si sus manos de niño pobre fuesen a sacar al Espíritu Santo de una chistera sin fondo, y, como tantos otros, también buscó lejos de su ciudad natal el apoyo que le negaron sus vecinos. Al poco tiempo se salió de cura porque al ver la realidad sintió que empezaban a fallarle los principios de lo que en él parecía una fe inquebrantable, aunque alguien me contó luego que en su secularización echó una mano decisiva aquella chica barcelonesa que le descubrió al bueno de Manel que, como en el caso de su amigo de la infancia Tito Camba, el valor del cielo se entiende mejor dando dolorosas costaladas contra el suelo del infierno.