Al Día del Padre, al de la Madre, al del Trabajo y al del Agente Comercial ha acabado por sumarse inevitablemente el Día de la Tierra, efeméride cuya conmemoración aprovechó ayer un grupo ecologista gallego para reclamar al Gobierno que prohíba por ley el cambio climático. A grandes males, grandes soluciones.

Abogan los Amigos da Terra -que así se llama la mentada organización- por "concienciar" a la ciudadanía sobre las muchas desgracias con las que el calentamiento global va a afligir al mundo. El propósito resulta de por sí elogiable y aún lo sería más si los ecologistas detallasen en qué habrá de consistir la ley con la que el Gobierno ponga freno a las turbulencias de la atmósfera, al agujero en la capa de ozono y al derretimiento de los cascos polares.

Por bien intencionada que sea la propuesta, tal vez sus autores exageren las virtudes milagrosas del Boletín Oficial del Estado. Una cosa es que el Gobierno baje los tributos o reforme los códigos para facilitar el casamiento entre personas del mismo sexo, que esos son a fin de cuentas asuntos pertenecientes al ramo anecdótico de las costumbres. Otra bien distinta es que pretenda extender su jurisdicción al negociado del clima mediante la tutela legal sobre el comportamiento -por lo general, anárquico- del sol, la lluvia y las tormentas.

De llevarse finalmente a cabo, una ley sancionadora de la meteorología no haría sino recordar las medidas adoptadas no hace mucho por el presidente de Turkmenistán, Saparmurat Nizayov, quien tuvo la ocurrencia -sin duda feliz- de declarar fuera de la ley a los virus y bacterias causantes de enfermedades infecciosas. Tan saludable propósito chocó, por desgracia, con la oposición de los gérmenes imputados. Si algunos de ellos resistían incluso a la acción de los antibióticos, parece natural que también lo hiciesen al articulado de una ley.

En realidad, nada hay de nuevo en la propuesta legislativa para poner orden en el clima que los ecologistas sugieren al Gobierno. La de resolver los problemas por decreto es una vieja tentación en la que con frecuencia han caído muchos gobernantes: aquí y en la China.

Fue precisamente un emperador chino -Shi Huang Ti- el que además de construir la Gran Muralla ordenó la quema de todos los libros anteriores a su llegada al trono con el propósito acaso excesivo de que la Historia comenzase a partir de su mandato. La idea sería retomada muchos siglos después por los líderes de la Revolución Francesa, que en su afán por romper con el pasado inauguraron un calendario en el que el año 1792 pasaba a ser el número 1 de la nueva era republicana.

Sobra decir que la realidad, mucho más testaruda que las leyes, acabó por rescatar la Historia anterior a Shi Huang Ti y restaurar el viejo orden gregoriano de los almanaques alterado por Robespierre.

Algo parecido podría ocurrir con el laudable empeño de regular por ley la atmósfera que ahora promueven los ecologistas en su combate contra el cambio climático.

Lo propio del tiempo es que cambie, cosa sabida aquí y en Londres. Tanto los gallegos como los londinenses padecemos un clima ambiguo -es decir: vacilante e incluso vacilón- que obliga a salir con paraguas a la calle aun en el caso de que el cielo esté despejado y luzca un sol radiante. Escarmentados por esas tretas del clima, los vecinos de este reino sabemos por experiencia que la lluvia, el sol y el granizo pueden alternarse sin solución de continuidad en un mismo día.

De ahí que el célebre y ya un poco fatigoso cambio climático resulte un fenómeno de lo más natural para la mayoría de los vecinos de este reino, aunque algunos de ellos -los ecologistas, un suponer- insistan en advertirnos sobre la inminente llegada del Apocalipsis. A ver si el Gobierno les hace caso y promulga una ley para que llueva más y bajen las temperaturas. Con la que está cayendo.

anxel@arrakis.es