Si uno se pasea de madrugada en invierno por sus calles desiertas, se dará cuenta de que Compostela es una de esas extrañas e inexplicables ciudades en las que resulta entretenido no hacer nada. Antes de que las autoridades municipales se decidiesen a peatonalizar en serio la zona vieja, solía fondear el coche en la Plaza do Obradoiro con el motor en marcha, la música prendida y las puertas abiertas, me tendía boca arriba sobre las losas, con las palmas de las manos recogidas debajo de la nuca, y esperaba a recibir en los ojos abiertos, como una bendita retina de mica, las nubes, el barroco y la lluvia. Si se levantaba temporal, el viento drapeaba el agua del suelo y le cambiaba la lluvia a mis ojos. No recuerdo haberme acatarrado por culpa de hacer aquello. Los compostelanos teníamos una idea terapéutica de la lluvia y nos distinguíamos de los demás mortales porque sólo nos constipábamos al entrar en contacto con el caldoso calor de la cama. Casi todos teníamos goteras en casa, incluso el cardenal Quiroga Palacios, de quien se decía -o eso me parecía a mí- que en sus movimientos por palacio iba acompañado en todo momento por un camarlengo al que monseñor podría perdonarle cualquier torpeza protocolaria con tal de que en su procesión por los penumbrosos y desérticos salones de Xelmírez no olvidase llevar en sus manos la palangana para recoger, como el tiempo en un reloj, el tic tac las goteras. El cardenal llevaba una vida de falso boato en un palacio tan grande como desvencijado, asistido por don Camilo Gl Atrio, un canónigo estricto, misterioso y servicial, a veces algo adusto, que se encargaba de las formalidades litúrgicas del prelado tanto como de sus pijamas, si es que usaba pijamas aquel ourensano gigantesco, fornido y bondadoso al que el rostro le olía a una mezcla de santos óleos y maquillaje de Margaret Astor, entre penal y pontificio, como los muchachos de entonces imaginábamos que le olería el suyo a la carnal y escabrosa Gloria Grahame de "Los sobornados". Una noche acompañé a mi padre a hacer una información para "El Correo Gallego" en el palacio arzobispal de Plaza de las Inmaculada, se desató una tormenta pavorosa mientras hablaba el cardenal y nos quedamos a oscuras. Antes de que don Camilo viniese desde el fondo de la sala capitular flambeado por las llamas de un candelabro, como una ambigua criatura expresionista de Murnau, pensé que si mi padre se tropezase a oscuras con monseñor Quiroga Palacios y se le pegase a la gabardina aquel penetrante aroma cosmético, al volver a casa se expondría a que el despierto olfato casero de mi madre supusiese que su marido se habría entretenido aquella noche echando una cana al aire en el barrio chino. Como los tiempos eran otros, francamente ni se nos pasó entonces por la cabeza imaginar que aquel robusto y entrañable cardenal de Compostela pudiese llevar en la reservada intimidad de palacio la disipada vida de una "drag queen", pero puedo jurar que no he conocido a muchas mujeres que saliesen de la "toilette" del "Corzo" oliendo mejor que olía el último cardenal que tuvo sede en Compostela, aquel ourensano que cuando hacía el Vía Crucis hasta el Monte Pedroso, de regreso se sentaba en la puerta del garito que regentaba la señora Ofelia en O Pombal y charlaban amistosamente sobre la comunión de los cuerpos y las almas, mientras los clientes hacían equilibrios para entrar al bar sin pisarle a monseñor la frondosa pulpa de sus ropas talares, aquel vestuario hojaldrado y plural que don Fernando manejaba con la soltura de quien hubiese aprendido las suertes de la liturgia dándole pases a Dios en el tentadero de palacio con la lenta y solemne revolera de su capa pluvial. La señora Ofelia me contó muchas veces aquellas paradas del cardenal para recuperar el resuello antes de afrontar el ventoso desfiladero de la Rúa das Hortas, camino del palacio de Xelmírez. Estaba acostumbrada a la "visita técnica" y no le daba mucha importancia histórica, pero era evidente que la escala episcopal en la puerta de su casa de putas le hacía sentirse en cierto modo perdonada de sus pecados, como si el rebufo de monseñor dejase en el barrio chino de Compostela el aroma cosmético de una estrella de cine y cierto tufo insecticida que de paso que les aliviaba el alma, a las chicas del antro les producía una agradable sensación de salud física y moral, algo en lo que aquel formidable cardenal resultaba sin duda más eficaz que la consulta dermatológica del doctor Molina. Dn Fernando fue el último cardenal con sede en Compostela. Desde su muerte, en diciembre del Año Santo de 1971, las únicas pisadas evocadoras que se escuchan recorriendo en puntillas la oscura estenotipia del viejo palacio arzobispal son las tenaces mordeduras de la polilla. Tampoco queda rastro alguno de aquel aroma a eternidad y a maquillaje que desprendía don Fernando Quiroga Palacios cada vez que al levantar lentamente el brazo para dar la bendición, aventaba con su mano aquel divino y pastoral rustrido de carne y azafrán que impregnaba la atmósfera de palacio con una mezcla de "eau de toilette" y especies para callos.