Casi colmados de agua los embalses tras las últimas lluvias, la autoridad hidrográfica competente acaba de levantar la "prealerta" de sequía que amenazaba a este nubloso reino de humedades, ríos, fuentes y manantiales subterráneos. Al menos por el momento, la conversión de Galicia en un territorio sahariano ha sido conjurada por las nubes.

Esto del agua empieza a recordar al cuento de Pedro y el lobo. Tantas veces se ha alertado a la población sobre el riesgo de desecamiento del país que el día en que de verdad llegue la sequía nadie va a hacer caso de las alarmas.

Basta un rápido vistazo a los periódicos para comprobar que hace ahora tres años, por estas mismas fechas, el conselleiro encargado del buen orden de los grifos advertía ya en tono ominoso que sólo podría garantizar el abastecimiento de agua a las ciudades durante un período de seis meses. Naturalmente, la lluvia hizo su trabajo como de costumbre y las aguas volvieron a su cauce y a sus embalses sin necesidad de que la Xunta aplicase la temida dieta de líquido a la población.

Otro tanto había ocurrido en el año 2002, cuando una sequía todavía más pertinaz desató el temor a restricciones en el consumo: una amenaza que, felizmente, tampoco llegó a concretarse entonces. Se conoce que el fantasma de la mojama ha adquirido la costumbre de aparecérsenos a los gallegos con incómoda periodicidad trienal.

Ya que no el fin del mundo augurado por Nostradamus, el nuevo milenio sí que parece haber traído a Galicia un desbarajuste general de la atmósfera, aprovechando tal vez que ya no está Don Manuel I para echarles la bronca a las nubes y poner orden en el negociado de las isotermas y las isobaras.

Del año 2000 a esta parte, las lluvias torrenciales se han alternado con períodos en los que las nubes hacían huelga de agua: más o menos como siempre. La novedad reside, si acaso, en que los tiempos de escampada suelen prolongarse durante más tiempo del habitual con grave quebranto para el nivel de los pantanos y las subsiguientes prealertas, alertas y contraalertas de sequía.

Más que a la falta de lluvia -aunque también-, los recurrentes problemas de agua de este húmedo reino se deben en realidad a las mayores exigencias de consumo de la población.

Ahora que ya no quedan aquellos taberneros tan cristianos que hasta bautizaban el vino, podría suponerse que las demandas de agua serían menores; pero no. En apenas un par de décadas, los habitantes de la Galicia rural han levantado el campamento para trasladarse en masa a las ciudades y ese vertiginoso proceso de urbanización provocó un lógico aumento en el gasto de agua de la traída.

A tal dato de orden sociológico hay que sumar todavía otros vinculados a la meteorología y a las infraestructuras. Los cielos de este país ya no sangran agua con la misma alegría de antaño, circunstancia que se agrava con el lamentable estado de las cañerías por cuyos agujeros se pierden anualmente millones de litros de líquido tan necesarios cuando a la lluvia se le da por escampar.

Para poner fin a tan lamentable estado de cosas, el Gobierno gallego planea nuevos embalses y trasvases fluviales, pero ya se sabe que esas obras llevan su tiempo y la sequía no espera. Ahora que las presas están a tope, tal vez fuese el momento de buscar una solución a más largo plazo que bien podría consistir en la nacionalización de la lluvia, como alguna vez se ha sugerido ya en estas croniquillas.

Bastaría con incluir en la próxima reforma del Estatuto gallego un artículo por el que se estableciese el derecho inalienable a la lluvia de los ciudadanos de este reino, parafraseando un apartado similar de la carta autonómica de Cataluña que garantiza por ley a los catalanes el derecho a gozar del paisaje.

En un país donde la lluvia es arte, ningún otro patrimonio merece mayor cuidado que ese. Otra cosa es que las nubes les hagan caso a los legisladores, claro.

anxel@arrakis.es