Suele ocurrir y aquella cantante valenciana no fue la excepción: La elegancia le llegó mezclada a deshora con el fracaso, vencida por la soledad y con cuarenta años en un saco de piel a la espalda. La primera noche que compartimos conversación y copas antes de su actuación en "Xiro", Dova había dejado de ser una joven promesa para convertirse en una mujer madura a la que el fracaso y el tiempo le habían causado a partes iguales estragos en colágneo y esa escéptica y elegante desgana que precede inequívocamente a la resignación. Los camareros la trataban de usted y el poco público que asistía a sus actuaciones le correspondía con unos aplausos en los que la cortesía era más evidente que el entusiasmo. El esfuerzo que no le hacía falta para cantar, lo necesitaba Dova para no romper a llorar en escena. Tenía una voz magnífica y todavía resultaba una mujer atractiva, pero los hombres que asistían a las actuaciones del "Xiro" habrían preferido que se le notase menos la voz y se le viese más la carne que el solfeo. O que les cantase una canción sentada todo el rato en la enea de sus piernas. Dova seguía a lo suyo y hacía como que no se enteraba de la rudeza del personal. Si no había apuro en el negocio, a veces acudían a la sala las chicas que alternaban con los clientes en la barra. Ellas eran sin duda lo mejor del público. Aplaudían a la cantante y al final de su actuación la acompañaban con sus elogios hasta la puerta del camerino. Después la artista se sentaba frente al espejo, le daba unos sorbos a la copa que esperaba por ella y dejaba que la amargura de la realidad sincerase la entrampada edad de su rostro. Tenía alrededor de los ojos la piel de los codos. Antes de cambiar sus trajes de artista por la ropa de diario, Dova se echaba por los hombros un abrigo de pieles de regular calidad que a mi me dio por pensar que tal vez había comprado en la subasta de una cacería y que por eso seguramente tenía aun incrustados los perdigones de los disparos. Acababa de cumplir cuarenta años y ya no era la muchacha de "Pasaporte a Dublín", pero había en su rostro la expresión entre sabia y desesperanzada que tanto embellece a las mujeres cuando el espejo les hace el mismo daño que el alcohol pero no le dan importancia ni a una cosa ni a la otra porque en el fondo saben que el transcurso del tiempo convierte el pasado en nostalgia, esa equívoca y hermosa sensación que a cierta edad tenemos la inmensa fortuna de que sustituya a la realidad. Retocados con maquillaje los brillos del rostro y mudada de ropa, Dova se sentaba conmigo al fondo de la sala y hablábamos mientras en el escenario amainaba lentamente el resto del cartel. "¡Por la causa!", solía brindar con su vaso contra el mío. Se le subían las copas a la cabeza pero no perdía el control, ni resultaba en absoluto patética o penosa. A Dova el alcohol y el fracaso, el descarado espejo del camerino y los erráticos aplausos del público, la habían llenado de cinismo, de desencanto y de elocuencia. En la tarima actuaba un mago algo mediocre que yo creo que resolvía airosamente las situaciones porque la chistera y la paloma se sabían los trucos mejor que él. Le ayudaba una chica mayorcita y demasiado rubia que sonreía con una falsa sonrisa como de bisutería. El espectáculo acababa bien avanzada la madrugada. Entonces acompañaba a Dova en mi coche hasta su hotel en Compostela, aparcaba frente al portal y hacíamos lo posible para tardar en despedirnos. A mi tanto me daba y a ella no le importaba. Estaba sola, no le iban bien las cosas en casa, su carrera se tambaleaba cuesta abajo y el coche era un sitio caliente en el que uno podía tener la edad del humo de los cigarrillos que fumase. "La de mañana es mi última noche en "Xiro". ¿Vendrás a verme?.". "No faltaré. Estaré allí antes de que acuda al trabajo la oscuridad". "Si vienes, pasa directamente al camerino. ¿Sabes?, me entristece arrastrar a solas la cremallera del vestido negro"...