Lamentan razonablemente algunos que el Congreso apenas haya hablado de Galicia en el debate sobre el estado de buena o mala esperanza de España, pero es natural -además de habitual- que así ocurra. Los gallegos somos un cero o más bien un cuadrado a la izquierda.

Salvo los catalanes, los andaluces y los vascos que pueden poner sobre la mesa el peso de su PIB, el de sus votos y/o el de su capacidad de coacción, los demás reinos autónomos (hasta un total de diecisiete) han de conformarse con alguna que otra alusión circunstancial sin mayor sustancia. A lo sumo, los que disponen de algún diputado nacionalista o regionalista pueden aprovechar el turno final de intervenciones, que viene a ser algo así como el equivalente a los "minutos de la basura" en los partidos de baloncesto.

Por lo que toca a Galicia, sería exagerado esperar algo más que una nota a pie de página en las actas del debate, habida cuenta del escaso poderío económico y electoral de este reino. Tan leve es el peso de los gallegos en la balanza del Estado que la simple licitación de poco más de 100 kilómetros de vía férrea entre A Coruña y Vigo ha tardado en rematarse la friolera de siete años y dos gobiernos. Y eso que el tren que algún día circulará por el nuevo camino de hierro tiene la paradójica y un tanto cómica denominación de "alta velocidad".

Siquiera sea por razones de cartografía, ese olvido resulta casi lógico. Basta la mera observación de un mapa para caer en la cuenta de que Galicia es un territorio de geometría aproximadamente cuadrangular situado en la esquina superior izquierda de la Península. Dicho de otro modo, los gallegos ocupamos geográficamente un cuadrado a la izquierda que, traducido a términos de aritmética política, viene a ser el equivalente a un cero.

No se trata de que los gobiernos con sede en Madrid le tengan manía a los gallegos, naturalmente. Ocurre, sin más, que la relación entre el coste económico y el beneficio político que les pueda reportar cualquier obra ejecutada en Galicia no alcanza el necesario umbral de rentabilidad en votos.

La inversión en una autovía o un tren-foguete proporciona réditos mucho mayores en la pobladísima Andalucía o en la rica y estratégicamente situada Cataluña que en este lejano reino perdido entre las brumas. Esa ha de ser sin duda la razón por la que los ferrocarriles de alta velocidad circulan y se multiplican desde hace más de veinte años en tierras andaluzas, mientras aquí el AVE sigue siendo un mítico pájaro al que los gallegos dudan de poder echar mano algún día.

La indiferencia es recíproca, eso sí. Del mismo modo que los gobiernos de España han ignorado a Galicia, los gallegos pasaron también del resto de la Península en sus relaciones con el exterior. Históricamente, la salida natural de este país no fueron las puertas del Padornelo hacia la Meseta, sino el mar por el que más de millón y medio de emigrantes tomaron el camino de las Américas durante los dos últimos siglos.

Acaso por las mismas razones geográficas, la situación de Galicia recuerda en este aspecto a la de Portugal: un país que desde siempre ha vivido dándole la espalda a España (y viceversa). A diferencia del portugués, eso sí, el territorio gallego depende de la Administración General del Estado español, pero acaso estos matices no se distingan con claridad en la Corte madrileña.

Nadie debiera sorprenderse, por tanto, de que el debate sobre el estado de la nación apenas haya incluido alguna referencia anecdótica a las necesidades de Galicia. Sitio distinto y distante, confuso y perdido bajo la niebla, este antiguo Reino de Breogán es una tierra de dudosa existencia que sólo adquiere vida en los telediarios cuando algún "Prestige" se va a pique.

Apagados ya los ecos de ese último desastre, Galicia vuelve a ser un cero al cuadrado situado a la izquierda del mapa. El de España, aunque no lo parezca.

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