Entre los escritores que se declaran ateos, agnósticos, o tibios descreídos, hay una extraña fascinación por todo lo que emana de la jerarquía católica. Fascinación que suele concretarse en aceradas criticas, en irónicos considerandos, y en despectivas recriminaciones. ("¿Pero qué dice esa gente absurda?", "¿Pero qué se creen esos reaccionarios incorregibles?"). No debería ser así, ya que aquello a lo que le negamos valor no tendría por que molestarnos, pero basta que un obispo, un cardenal, o el mismo Papa de Roma, digan algo de su incumbencia para que se reboten una serie de intelectuales, periodistas y opinantes como si les hubiese picado un tábano. Bien es cierto que los jerarcas católicos creen que es de su incumbencia cualquier humano acontecimiento, y aunque el reino de su fundador no sea de este mundo, se atribuyen licencia para emitir un juicio moral, con vocación de infalibilidad, sobre cualquier cosa. Estos tres últimos meses, por ejemplo, hubo algunos comentarios, más o menos escandalizados, sobre pronunciamientos de la curia. Primero fue uno de Antonio Elorza denunciando la convergencia de integrismos entre el islam y el cristianismo para reafirmar la preeminencia de la palabra de Dios sobre la Razón que nos conduce siempre al desastre. El catedrático de Ciencia Política escribía desagradablemente impresionado por la manifestación convocada en Madrid por una buena parte del episcopado español contra el gobierno socialista. "Espíritu de cruzada", resumía. Después hubo otro de Sánchez Ferlosio en el que glosaba unas declaraciones del cardenal de Toledo, Antonio Cañizares, quien situaba el origen de la identidad congénitamente cristiana de España en el "esplendor visigótico" marcado por el III Concilio toledano. El escritor se asombraba de que el cardenal dijese semejante bobada con ocasión de su ingreso en la Real Academia de la Historia y le recordaba, irónicamente, que eran los obispos romanos, representantes de la mayoría hispanorromana, los que forman los concilios, y que fue precisamente en el III concilio toledano donde la minoría visigótica renunció al arrianismo y abrazó la disciplina de Roma, "Cualquiera que preste atención -escribe- a las manifestaciones de las autoridades eclesiásticas españolas empezará a dudar de si verdaderamente les preocupa más la Fe Católica o la Unidad de España, que, según declaran, saltaría en pedazos si le falta el apoyo de esa Fe". A este, le sucedió un artículo de Juan Goytisolo, más reciente, en el que se tomaba a broma la iniciativa del Papa Ratzinger de recomendar el uso de ordenadores y grabadoras que acrediten sin lugar a dudas las pruebas de santidad y de beatitud. "¡Lástima que estos procedimientos no se hubieran aplicado al cadáver del apóstol Santiago y a tantos otros portentos tenidos por milagrosos!", bromeaba el escritor. Por último, Umberto Eco reflexiona sobre este rebrote del anticlericalismo y lo achaca a la labor del papa Juan Pablo II y sobre todo a la de su sucesor Benedicto XVI que acentuó la lucha contra la cultura moderna, el relativismo y la ciencia.. "Ratzinger piensa como un Papa del siglo XIX, cuando se enfrentaban el Estado y la Iglesia", concluye el intelectual italiano.