Nada más correrse por la ciudad la noticia de que habían ingresado en el Hospital General de Galicia a un hombre infectado por el sida, las estadísticas del barrio chino de la capital se desplomaron en un abrir y cerrar de ojos. Para evitar la hecatombe, los empresarios del ramo tomaron la drástica decisión de prescindir preventivamente de las fulanas adictas a la heroína, lo que supuso reducir de inmediato a menos de la mitad el censo de prostitutas. Quedaron sólo tres o cuatro jóvenes y las veteranas de toda la vida, aquellas señoras gruesas, lacias y escépticas que sólo se chutaban bocadillos hechos con pan y una carne de cerdo que les hacía roncar la boca. En consecuencia, se resintió también la clientela. Se largaron los novatos y permanecieron fieles "los de siempre", es decir, los tipos mayores, los hombres sórdidos y bregados que conocían al dedillo la vida de las fulanas y sabían que su historial clínico no podría llevarles a la tumba más rápido que el autobús a sus casas. Puede que sea una impresión muy particular, pero me pareció entonces que también la Policía restringía sus operativos en el barrio y que ello sería debido a que la eliminación de las adictas a las drogas aclaraba mucho el perfil criminal de la zona, o bien porque comisaría tuviese la absoluta certeza de que el "sida" le haría gratis el trabajo sucio a la Ley. Como era de esperar, la espantada general vino acompañada de una caída de los precios, que retrocedieron hasta los niveles de diez años atrás. Una de las fulanas más veteranas del barrio me confesó una noche que el dinero que ganaba haciendo cosas con la boca, le alcanzaba apenas para pagarse el dentífrico que necesitaba para cambiarle con ciertas garantías el aliento al asco. Cobraban cuatro duros por sus servicios, pero, ¿qué otra cosa podían hacer? No eran mujeres atractivas, ni jóvenes, tampoco tenían un trato exquisito y a alguna de ellas mismo parecía que se le hubiesen picado las muelas de la dentadura postiza. En esas condiciones de mugre y fealdad no sorprendía a nadie que uno de los chulos más importantes de la zona le quitase demasiada importancia a la horrible circunstancia objetiva de haberse quedado ciego en un accidente de coche. Una monja de las religiosas oblatas del Divino Redentor que se ocupaba con mucho interés en la reinserción social de las prostitutas, me comentó en una ocasión que, por desgracia, el alarmante azote periodístico del sida había hecho por la redención de algunas de aquellas mujeres mucho más de lo que ella misma esperaba que hiciese Dios por ellas. Como en tantas otras circunstancias de la vida, también en el caos que siguió al sida el Evangelio demostró ir muchos pasos por detrás de la medicina y casi tan lento como la muerte. El barrio chino de Compostela se descomponía y amenazaba ruina, pero su agonía no era el resultado de una decisión urbanística del ayuntamiento para remover la prostitución con el falso pretexto de adecentar la zona, ni siquiera la consecuencia de la maduración moral de los clientes, sino el reflejo inevitable del auge de las barras americanas, que resultaban más limpias y más discretas. Es posible que algunos viejos clientes de O Pombal hubiesen contraído el sida en una barra americana, pero aun tratándose del mismo cuadro clínico, qué duda cabe de que gracias al glamour y al eufemismo con el que se ejercía allí la prostitución, el peligro resultaba más llevadero, como si se tratase de un riesgo con prestigio, tal vez porque la psicología del cliente de los prostíbulos tiene la facultad de generar los mecanismos que le permiten encajar el sida con la misma naturalidad que si lo hubiese contraído pinchándose con un anzuelo para barbos en la sección de pesca de unos grandes almacenes.