Si volviese a los bares de O Pombal donde solía pararme por la noche hace veinticinco años a charlar con las fulanas de los burdeles, lo más probable es que de la más joven de ellas quedase apenas el recuerdo, me darían la noticia de que la mayoría se largaron hace muchos años, y el resto, como ya entonces eran de la edad de sus cadáveres, estarán repartidas por los cementerios. Sigue abierto el "Bar de Harry" pero le cambiaron el nombre y lo más probable es que de los viejos tiempos sólo se conserven en la humedad de la pared los descendientes de los hongos de entonces. El "Bar de Harry" era el más vistoso porque tenía algunas luces de colores, una cortina hecha con tiras empedradas que le daba cierto aire de serrallo oriental, y un sofá corrido en el que se acurrucaban las mujeres al lado de una estufa que yo creo que quemaba mal y le añadía a la fatalidad del ambiente el aire enrarecido que hacía más penosa la supervivencia. Me pregunto qué habrá sido de Elena, que era una chica alta, hermosa y algo brusca, con la que mantuve una relación llena de emoción y de altibajos que unas veces me supuso su desprecio y otras, en cambio, su afecto, incluso, a última hora, su amistad. Elena era hija de una mujer del oficio y se había criado literalmente en los bares en los que trabajaba su madre. Allí jugaba en el regazo de las putas y hacía los deberes del colegio. Se conservaba en la barra de "Harry" el retrato de una niña vestida de primera comunión que Elena nunca me reconocido que fuese suya, pero a mí siempre me gustó suponer que aquella fotografía con dobleces era uno de sus pocos recuerdos limpios de su infancia en los burdeles y le servía para evocar las postrimerías del último desayuno en familia. A ella no le gustaba que la tratase con demasiados miramientos. Quería aparentar ser más dura de lo que a mí en realidad me parecía. Tenía merecida fama de sacar las uñas con facilidad y era difícil mantener una conversación con ella sin que en medio de la modorra de una aburrida noche sin clientes sobreviniese aquel pronto agresivo que aconsejaba dejar el asunto para otro momento. Elena resultaba bella, triste y nociva. No era de muchas palabras, pero cuando decía algo, sus frases hacían tanto daño como el que supongo que podrían haber hecho sus bofetadas. Ninguno de los matones que conocí en O Pombal me parecieron en absoluto tan temibles como Elena cuando en la expresión de su rostro a su alma le cambiaba de repente el tiempo. A mí siempre me dio la impresión de que en el rostro de Elena se aburría todo el rato su complicada belleza, que era la belleza mortal de una mujer asqueada de un oficio en el que encontraba al mismo tiempo la principal razón de su existencia, como una extraña lubina a la que le produjese catarro el agua. Yo sé que le gustaba que los hombres la encontrasen hermosa y seductora, pero detestaba que se lo confesasen. "No me vengas con historias; acaba la copa, paga y arranca", solía decir si alguno pretendía tontear con ella. En los ademanes de mi inolvidable Elena siempre me pareció que se podían esperar una bofetada, un arañazo o una pulsera y que podías considerarte afortunado si acertabas con el orden. Una noche me contuve de decirle algo que se me acababa de ocurrir mientras la contemplaba y que jamás me atreví a confesarle: "¿Sabes, Elena, amiga mía? A veces es como si llevases el rostro muerto de Buster Keaton dibujado en la cara de Rita Hayworth". Entonces me sentí incómodo y cobarde por no habérselo dicho, pero ahora creo que en el fondo fue mejor así. Aquella chica bella, triste y nociva llevaba la vida de una mujer del oficio pero era reacia a que aquello tan evidente fuese su destino y a que alguien se lo hiciese sentir así. Me lo había advertido una noche en la que en la puerta del bar de "Harry" solo hacía cola la lluvia: "No quiero escuchar cosas agradables en un lugar como este. ¿Sabes, periodista? Las palabras más hermosas sirven de poco en un sitio en el que incluso se pudren las flores de papel"...