Que un socialista de hoy pida perdón por la Revolución de 1934, como exige Ana Botella, sería una ofensa a sus actores. ¿Quién es nadie para pedir perdón por Largo Caballero, o por González Peña o, incluso, por Prieto (quien, por cierto, ya pidió perdón en 1942)? Lo que cabe es condenar o no condenar, o sea, culpar o no culpar. Esto ya es hacer algo por uno mismo, sin suplantar a nadie. Metidos en esa pegajosa e inconveniente harina, es sabido que el pretexto (justificado o no) de la revolución era prevenir la caída de la República en el fascismo. Frente a esto se suele responder que la derecha en el poder ni era fascista ni amenazaba a la República. Ahora bien, la mejor prueba de la catadura y la intención de aquella derecha es lo que hizo 21 meses después, y durante los 40 años siguientes. A partir de ahí hay, desde luego, mucha más harina que amasar sobre la culpa o la disculpa.