Que Juan José Millás haya ganado el Premio Planeta de novela me produce satisfacción por tratarse de un delicioso autor al que leo con gusto, pero he de reconocer que su éxito me llena de una envidia que suele invadirme cada vez que algún colega invierte en escribir un libro la paciencia que yo sólo me veo capaz de emplear en no escribirlo. Varias veces cada año me hago el firme propósito de escribir una novela, pero al poco tiempo me asaltan serias dudas técnicas y me invade una angustiosa sensación de inutilidad frente a un empeño que requiere inspiración y esfuerzo, tenacidad, sacrificio y una disciplina que no consiste sólo en servirse un café, prender un cigarrillo y olvidarse de la literaria distracción que suele causar la tentación de masturbarse. Algunos escritores consideran que la soledad es lo que hace más insoportables las largas vigilias de oficio, pero yo creo que las verdaderas dificultades son otras y que el aislamiento no deja de ser la compañía más apropiada a la hora de escribir. A mi lo que me disuade es la monserga técnica a la que suelen referirse los críticos cuando analizan una novela: La estructura, el argumento, la trama, los personajes, el punto de vista, los factores de tiempo y espacio, el contexto, ¡la tesis!... Cuando uno se enfrenta a tantos y tan complicados requisitos, encuentra razonable que la mayoría de los hombres prefieran hacer un armarito para el baño. Un colega me aconsejó hace poco que escribiese tres páginas cada día, lo que suponía que al cabo de un año estaría en condiciones de firmar una novela de mil páginas. Como él lo planteaba, la obra literaria era un producto aritmético, el resultado de sumar cada día tres o cuatro papeles nuevos a los papeles acumulados anteriormente. Visto así, escribir una novela parecía la cosa más sencilla del mundo, igual que añadir rutinariamente cada tarde unos cuantas vueltas de ganchillo hasta convertir en un hermoso jersey la inexpresiva lana del ovillo. "No está mal", pensé. Pero lo pensé poco tiempo. Enseguida comprendí que sumar cuartillas puede ser útil para editar una novela, pero lo normal es que la mitad de todo ese papel sólo sirva para encender a continuación una buena hoguera en la que quemar la otra mitad. En cuanto a la soledad, es algo que conozco bien y soporto con facilidad. Pero la soledad no garantiza la inspiración, ni suscita el talento que se necesita para convertirla en literatura. Cada persona tiene una idea muy particular de la soledad. Cuando Edgar Allan Poe se sentía solo, compraba papel para escribir, cierto, pero eso ocurría sólo porque era él. En la mayoría de los casos, cuando un tipo se encuentra frente a una existencia que no entiende y le destruye, lo que hace es ir a la ferretería a comprar una cuerda con la que ahorcarse pasándola por la rama de un árbol a cuya sombra Paul Valery habría encontrado inevitable escribir uno de esos poemas que se pueden interpretar con un abanico, un consomé y un piano. Uno tiene que aspirar a metas que no le vengan demasiado grandes a sus zancadas. Proponerse objetivos es bueno siempre y cuando estén al alcance de la mano. Un amigo mío que era alcohólico casi desde que se aficionó a la cerveza en su adolescencia, se propuso reflexionar durante varios días sobre las terribles consecuencias de beber cerveza. Nos reencontramos algunos meses más tarde y me dio noticias: "Me senté a solas con mi problema y le di cientos de vueltas en la cabeza. Un día llegué a casa, me armé de valor y renuncié a la cerveza". Me alegré por él, pero el asunto no había terminado: "Tenías razón cuando me decías que sentarse a escribir, a algunos escritores sólo les sirve para joder la letra. Eso es lo que ocurrió conmigo, así que dejar la cerveza sólo me ha servido para aficionarme al ron". Aquella noche me entretuve un buen rato pensando sobre los efectos indeseados y las extrañas ventajas que suelen tener ciertas prohibiciones. De hecho, la Ley Seca no sirvió para que la gente dejara de beber, pero mejoró sensiblemente las timbas, el jazz y el cine. Su éxito en el "Planeta" demuestra que Juanjo Millás tiene resueltos la inspiración y los problemas técnicos, y confirma de paso lo bien que a cualquier ideología le sienta sustituir de vez en cuando los vaqueros de Willie Nelson por el traje de Emilio Botín. También supongo que la suculenta dotación del premio le ayudará a superar la natural incertidumbre existencial que invade a los escritores. Ignoro si a partir de ahora mi admirado Juan José Millás va a tener plaza fija en el Olimpo de los grandes escritores, pero estoy convencido de que al menos le va a ser más fácil reservar mesa en cualquier restaurante. Lo mío es distinto. Yo me someto a la soledad del escritor, me sirvo café, prendo un cigarrillo y asomo las manos al teclado del ordenador, pero no tardo en darme cuenta de que si algún día escribo una novela, será porque me siento incapaz de hacer un armarito para el baño.