Alertan los jefes de la Banca -representación financiera de Dios en este mundo- sobre el riesgo de que el hasta ahora floreciente negocio del ladrillo se derrumbe en España. Y, aunque los banqueros no lo digan, bajo los cascotes podrían quedar atrapados los muchos ciudadanos del común que firmaron hipotecas de por vida, además de miles de trabajadores a los que el final del "boom" de la construcción dejaría sin empleo.

Para consuelo de posibles afligidos, el jefe de las Cajas españolas de Ahorros Juan Ramón Quintás afirma tranquilizadoramente que la situación no será en modo alguno "dramática". Aventura Quintás, gallego moderado, que los precios de la vivienda po- drían congelarse e incluso emprender la cuesta abajo a partir del próximo 2008, aunque ello no suponga necesariamente la temida explosión de la "burbuja" inmobiliaria.

El único problema sería, a juicio del presidente de la Confederación de Cajas, que el número de viviendas construidas excediese notablemente a la demanda. Un detalle acaso no menor, si se tiene en cuenta que en España se edificaron durante el año 2005 más viviendas que la suma de todas las levantadas en Alemania, Francia y el Reino Unido. Mucha clientela va a hacer falta para absorber tan gigantesca oferta.

A los avisos bancarios hay que agregar otros no menos inquietantes. Hace ahora dos o tres años, la revista británica "The Economist" advirtió ya que los precios de la vivienda habían alcanzado "cotas insostenibles" en España, tras duplicar su coste -que no su valor real- en menos de una década. Calculaba ya entonces esa publicación habitualmente bien informada que un reventón de la burbuja inmobiliaria española podría hacer caer hasta un 30 por ciento el precio de los pisos.

Curiosamente, fue más o menos por aquella época cuando algunos de los grandes empresarios de la construcción empezaron a trasladar sus capitales a las empresas eléctricas y a otros ramos de la industria. Algo sabemos de eso los gallegos tras el agitado proceso de compra de Unión Fenosa que, en realidad, se inscribía dentro de una general tendencia a la "diversificación", por decirlo en la jerga propia del gremio.

Más allá de esa anécdota de alcance meramente local, los empresarios del hormigón parecen haber olfateado -con la fina nariz que da el dinero- el inconfundible aroma de un fin de ciclo. No es de extrañar, por tanto, que antes de que el globo de la construcción se desinfle o -peor aún- explote, hayan puesto a buen recaudo sus capitales en otros negocios tal vez menos rentables pero indudablemente menos azarosos que el del ladrillo.

Probablemente hayan tenido en cuenta que cualquier cautela es poca cuando el mercado inmobiliario empieza a ratear en los mismísimos Estados Unidos, quince años después del desplome de precios de la vivienda que sumió en una grave crisis a Japón.

Tampoco hace falta dominar los arcanos de la economía para entender los intríngulis de este asunto. El mero uso del sentido común sugiere que no puede mantenerse indefinidamente una subida anual de precios del diez por ciento o más en un producto de primera necesidad como la vivienda. Ya sea en la Bolsa o en el casino del ladrillo, toda especulación acaba por tener un límite que a veces toma forma de "crack".

Lo peor del caso es que la construcción ejercía y ejerce hasta ahora el papel de motor que ha mantenido en marcha durante años los engranajes de la economía española, empezando por el crucial ramo del empleo. Nadie pareció pensar que las burbujas, aunque sean inmobiliarias, pueden evaporarse con la misma facilidad que las pompas de jabón.

Ojalá no sea ese el desenlace final del "boom" que tanta riqueza, a la vez que carestía, ha traído a España durante los últimos años. Y es que la experiencia sugiere que la caída de los imperios -sea el romano o el inmobiliario- suele resultar traumática para quienes la padecen. Los de siempre.

anxel@arrakis.es