En el fútbol, o en el toreo, hay figuras que se distinguen por entrega, laboriosidad, honradez, destreza, fuerza y, en la cima, maestría. La maestría constituye, digámoslo así, la excelencia en el buen hacer de una tarea, y ése es el techo, o la tapa, de una figura normal. Por encima de esa raya hay otra cosa, que podemos llamar arte o genio. Al que alcanza el genio no se le pide constancia en el milagro, pues en ese caso ya no sería milagro. Basta con que (como hacía Curro) ofrezca brotes, destellos, apariciones súbitas. En el partido de anteayer ocurrió eso en dos pases de David Villa: un trazo recto, justo, exacto, arriesgado e imprevisto, marcando un golpe de estilete al corazón del enemigo, para que otro lo clave. Uno de esos dos pases acabó en gol. Luego el comentarista vulgar se queda con la simple maestría del que marcó el gol, pero el genio estuvo en el pase.