Andan algo inquietos los empresarios del país por la caída en picado de las inversiones extranjeras en Galicia, que en apenas dos años bajaron de los 390 millones de euros en 2004 a la mucho más módica cifra de 92 millones en el último ejercicio. Pero ese es tan sólo el lado medio vacío de la botella.

Si se considera el asunto desde la parte medio llena, no queda sino felicitarse por el constante incremento de las partidas que las empresas gallegas destinan a sus negocios en el extranjero. La inversión de Galicia en ese capítulo ascendió el pasado año a una muy estimable cantidad de 837 millones de euros, cifra que convierte a este país teóricamente pobre en el cuarto o quinto reino autónomo español de mayor proyección financiera en el mundo.

Únicamente Madrid, Cataluña y el País Vasco superan a Galicia en volumen de capitales invertidos en el extranjero, detalle que -siquiera sea en este nada anecdótico aspecto- equipara a la tribu de Breogán con las nacionalidades históricas de la Península. Un logro de no escaso mérito en este país de territorio breve y excéntrica situación en el mapa que hace apenas tres décadas basaba todavía sus ingresos en la agricultura y la pesca artesanal.

Tal vez no sea mucho, pero algo hemos mejorado. Si en siglos anteriores nuestra única exportación era la de mano de obra barata, Galicia ha sustituido ahora la emigración de sus gentes por la de capital y tecnología. Pasamos de enviar peones para el abastecimiento de la industria de otros países a exportar fábricas -de conserva, de ropa y hasta de piezas de automóvil- a los más lejanos continentes.

Bien es verdad que esa notable capacidad de expansión de los empresarios gallegos en el nuevo mundo sin fronteras no tiene su adecuada correspondencia en la arribada -tan necesaria- de capitales extranjeros a Galicia. Declinantes año tras año, las estadísticas del Ministerio de Industria sugieren que la nación -o lo que sea- de Breogán no atrae ni de lejos a los inversores del resto de España y del mundo.

La explicación habría que buscarla tal vez en nuestra esquinada situación en el mapa, alejada de las grandes rutas del comercio europeo y de tan escaso acomodo, en consecuencia, a las necesidades logísticas de la industria.

Por si tales desventajas no bastasen, la competencia de los nuevos socios de la Unión Europea -aún más pobres que Galicia- agrava la ya precaria situación del país en este aspecto. Las naciones del Este recién incorporadas al selecto club de ricos de la UE ofrecen trabajadores a bajo precio, impuestos moderados, buenas condiciones de instalación y pocas exigencias medioambientales. Un cóctel de atractivos con el que resulta poco menos que imposible rivalizar.

A todo esto conviene agregar, naturalmente, las inversiones que las propias empresas galaicas desvían -de grado o por fuerza- hacia otros países donde se les acoge con mayor mimo que aquí. Algún que otro ejemplo reciente, como el de las piscifactorías, sugiere hasta qué punto los gobernantes de este reino no han caído todavía en la cuenta de que el nuevo sistema económico globalizado exige mayor flexibilidad y menos tiquismiquis paisajísticos a la hora de atraer -o al menos, no impedir- la llegada de inversores.

Nada nuevo hay bajo el sol, en realidad. Años atrás fue Galicia la que se aprovechó de sus bajos salarios, los incentivos fiscales y las buenas cualidades de su mano de obra -formada en las fábricas de la emigración- para atraer a algunas poderosas multinacionales que todavía hoy le levantan la paletilla del PIB al país.

Ahora que son otros los que se benefician de esas mismas ventajas, a los gallegos nos queda al menos la oportunidad de seguir compitiendo en los grandes mercados mundiales. A los que, felizmente, ya no exportamos trabajadores sino empresas. Se trata del lado medio lleno de la botella, pero algo es algo.

anxel@arrakis.es