Karl Popper, padre de la actual filosofía de la ciencia, nos enseñó hace ya casi medio siglo que la verdad científica es siempre provisional. Lo he podido sentir en mis propias carnes. Una semana después de explicar a mis alumnos de evolución humana el origen de los mamíferos dado por cierto: que no prosperaron hasta hace unos 65 millones de años, cuando se extinguieron los dinosaurios a finales del Cretácico, y que ambos acontecimientos -desaparición de los grandes saurios y diversificación y extensión de los mamíferos- estaban relacionados, el profesor Olaf Bininda-Edmonds -de la Universidad Técnica de Munich (Alemania)- y sus colaboradores muestran que no es así. Utilizando técnicas computacionales de construcción de cladogramas para los veinte linajes de mamíferos actuales y algunos más ya extinguidos-algo que los legos podríamos asimilar, sin demasiados errores, a lo que sería una especie de árbol genealógico de todos ellos, los arcaicos y los marsupiales y placentarios de hoy-, el nuevo modelo advierte que los mamíferos existían ya hace cerca de cien millones de años. Pero se trataba de ancestros muy distintos a los géneros y especies de ahora. Los mamíferos digamos "modernos" no surgieron hasta hace mucho menos tiempo. Algunos de ellos -como los "verdaderos" primates- tienen algo más de cuarenta millones de años; otros -como las ballenas francas o yubartas- no aparecieron hasta mucho después.

Todo eso se sabía con más o menos certeza pero a pedazos, con descripciones parciales que ahora los científicos han integrado en un modelo global de evolución de los mamíferos. Y lo que más llama la atención es el lapso que existe entre la desaparición de los dinosaurios y el despegue de los linajes de mamíferos actuales: quince millones de años.

Quince millones de años no son, en la escala evolutiva, un plazo gigantesco. Pero impide relacionar la prosperidad de los mamíferos con el declive de los omnipresentes -durante toda la Era Secundaria- dinosaurios. Fue un acontecimiento distinto al del meteorito que impactó en la Tierra y provocó un cambio crucial en sus formas de vida el que ha de justificar la extensión de los ancestros primeros de los leones, delfines, osos, caballos, elefantes, ratas y humanos de hoy en día. ¿Cuál? No lo sabemos. Esa es otra de las grandezas de la ciencia: que descubre nuestros errores de concepción sin necesidad de enunciar explicaciones alternativas cogidas con alfileres. Que puede confesar, sin rubor, la ignorancia.

Nuestra mano que permite manejar una pluma y un hacha, un bisturí y un bate de béisbol, el teclado de un ordenador y el manillar de una bicicleta, surgió en el Eoceno, hace menos de cincuenta millones de años. Para entonces, todos los dinosaurios llevaban otros diez millones, al menos, en la tumba. ¿A santo de qué esa diferencia? Lo repito: no se sabe. Cabe hablar de la mayor astucia de los roedores para aprovechar los recursos del suelo del bosque y la consiguiente adaptación de los primates a la vida en los árboles. Se trata de conjeturas que tal vez alguien refute más tarde. Con la ventaja de no tener que recurrir a absurdos como el del "diseño inteligente" que habría hecho evolucionar a los monos colobos con pulgar, como nosotros, para, al final, arrebatárselo.