Si escribes culebrones para la televisión y tienen audiencia, consigues fama y dinero. Si escribes novelas complejas o ensayos filosóficos, consigues prestigio, sólo prestigio. Se plantea entonces el viejo dilema ético o moral de si lo que conviene es la coherencia intelectual o el puro interés. ¿Fama o prestigio?, he ahí la vieja disyuntiva. Hay quien sostiene que el prestigio también comporta un éxito, pero, ¡que demonios!, parece obvio que en el supuesto de que así fuese, el prestigio no sería otra cosa que un éxito mal pagado. Hay algunas actividades en las que el éxito deriva en prestigio, pero en otros casos, ¡que demonios!, en otros casos el éxito es la consecuencia natural de haber perdido eficazmente el prestigio. Cuando a Charles Bukowski le sonrió por fin la fortuna editorial y se hizo un sitio de privilegio en la literatura universal, no pudo evitar sentirse extrañamente arropado por una especie de prestigio a destiempo y hubo de reconocer que lo mejor de su obra lo había escrito cuando en su cochina existencia de sórdida bohemia el rasgo más encantador de su ferruginosa personalidad era su pésima reputación. Los buenos restauradores de arte son muy cautelosos al medir el esmero de su trabajo. Saben que un exceso de celo puedo producir efectos no deseados y que limpiar un Tiziano no es lo mismo que lavar una colcha. Cualquier exceso en la higiene es buena para preservar el aura y la fotogenia de las estrellas de cine y para salvaguardar la elocuencia der-moestética de los vendedores a domicilio, pero un exceso en el aseo de un cuadro puede provocar que el delicioso y nublado Tiziano se convierta en la viñeta de un tebeo. Surge periódicamente entre los expertos la tentación de recuperar la policromía original del Pórtico de la Gloria de la catedral de Santiago de Compostela. Una restauración de ese tipo lo haría más vistoso, más llamativo, o sea, más popular, pero mucho me temo que perdería el encanto de su intrigante y ambigua ruindad, entre otras razones porque no resulta fácil mantener el fervoroso recogimiento jacobeo rezando frente a un puñado de esculturas con los colores de Zipi y Zape. El Apóstol debe su prestigio a la nebulosa que envuelve su paradero histórico y al delicado sarro que vela su fisonomía. Cada vez que el Cabildo le pasa la bayeta a su busto empedrado y lo deja bruñido, la apostólica figura del camarín se parece horrores a Rafaela Aparicio. ¿Sería eso un éxito? ¿Valdría la pena limpiar nuestras vidas para que de ellas sólo resplandeciesen la belleza, la juventud y la eficacia? Pienso en el caso de Rock Hudson, que fue famoso por su magnífico aspecto de galán a pesar de una filmografía sin duda mediocre. Aunque duela reconocerlo, los mejores elogios los recibió al borde de la muerte, cuando, sin que se sepa muy bien por qué, la mala noticia del sida sustituyó en su rostro la belleza por la expresividad, y la fama, por el prestigio. De la vida y milagros de muchos tenores a veces sólo nos enteramos cuando les falla la voz, igual que de Frank Sinatra quienes no aprecian su garganta o su estilo, se dejan embargar por el encanto de sus flaquezas y de sus errores, tal vez porque si bien su boda con Ava Gardner le supuso fama y contratos, el consiguiente divorcio le acarreó prestigio, esa cosa misteriosa y difícil de prever, algo que con frecuencia se presenta al mismo tiempo asociado a un trabajo bien hecho y a un tenaz fracaso económico. Muchos grandes escritores de prestigio ni siquiera ganaron el dinero suficiente para haber comprado una de sus novelas y otros agonizaron en el más severo anonimato, enterrando las mejores frases en el lienzo de su sudario. Sólo de tarde en tarde el prestigio y el dinero se dan la mano, como también a veces un fracaso sólo es el punto más bajo de un éxito. Pero eso ocurre igualmente cuando a alguien lo llevan destrozado al hospital en el coche fúnebre y cuando ya sólo le espera despierto el enterrador, ¡Oh, Dios!, sobrevive milagrosamente "por culpa" de una negligencia médica.