La conmemoración del 50 aniversario del Tratado de Roma, que pasa por ser el momento fundacional de la actual Unión Europea, acaba de finalizar en Berlín con una noble declaración de principios y el sentimiento de que, gracias al impulso alemán, tal vez sean posibles nuevos avances en la construcción de la Europa política. Una conclusión ésta que probablemente no contará con el aplauso incondicional de ese club de euroescépticos que integran británicos, polacos y otros socios menores.

Sin embargo, para los ciudadanos corrientes, todo el asunto sigue enmarañado, como ocurre frecuentemente con las cuestiones europeas, por los que muchos ven como tecnicismos legales: la conveniencia o no de una Constitución europea; si es necesario, tras el fiasco del anterior, un nuevo Tratado constitucional o vale con una reforma del que fuera rechazado por holandeses y franceses, etc., etc. Además, a medida que se suceden los aniversarios sin que se produzcan novedades de importancia en el plano político, resurge la idea que algunos tuvieron en los primeros momentos del proceso de integración europeo, de que éste es algo así como un tren en marcha hacia ninguna parte.

Para no quedar atrapados nosotros también en los problemas legales concentrémonos en el segundo punto: el de los plazos y el destino final que aguarda a la construcción europea.

Si la constitución de lo que hoy conocemos como Alemania es un punto de referencia a tener en cuenta en el actual proceso de unificación del continente europeo (que sí lo es), podemos decir que todavía estamos dentro de plazo. Porque entre el primer esbozo de la unificación alemana (la Confederación del Rhin nacida al calor y bajo la tutela de Napoleón El Grande) y la constitución del primer Imperio alemán, surgido en 1871 tras la victoria de Prusia en la guerra con Francia, mediaron más de 60 años.

La referencia al proceso de unificación de Alemania nos sirve también para recordar que la perspectiva política arroja a menudo más luz sobre los hechos históricos que la jurídico-formal; es decir, en nuestro caso, que el debate sobre el contenido, extensión y reforma de los tratados.

Desde ese punto de vista sabemos lo importante que fue para el futuro del estado alemán el hecho de que éste naciera de la mano y en torno al estado prusiano y en el curso de una guerra victoriosa. Y no, por ejemplo, como culminación de los sueños y las luchas de los liberales alemanes en la revolución de 1848 o como resultado de la pacífica Unión Aduanera promovida también por Prusia en la década de 1830. De aquél origen vino el talante aristocrático, imperialista y belicoso de la recién nacida Alemania, que tanta tragedia y muerte traería a Europa a lo largo del siglo XX.

Trasladada a nuestro tiempo, y a nuestras preocupaciones actuales, esta perspectiva histórico-política nos permite, por ejemplo, valorar y apreciar el camino poco heroico por el que ha transitado la unidad europea hasta la fecha (la unión aduanera, el mercado común, etc...) y también prestar atención y conceder importancia a lo que podríamos llamar el núcleo duro de la Unión Europea.

Como sobre el primer aspecto se ha escrito hasta la saciedad sobran los comentarios. Así que nos permitiremos alguno sobre el segundo.

Podemos considerar como el núcleo duro de la Unión el constituído por los seis países firmantes del Tratado de Roma (Bélgica, Holanda, Luxemburgo, Francia, Alemania e Italia). Aunque por su trayectoria posterior y sus problemas actuales algunos pongan en duda la pertenencia de Italia a ese núcleo. Y una sorpresa que nos afecta: en las dos últimas décadas, o al menos hasta el segundo gobierno presidido por Aznar, España ha pasado a formar parte de ese núcleo. De hecho nuestro país es, junto con Bélgica, Francia, Alemania y Holanda (pero no Italia) el único país que está en todos los acuerdos que más lejos han llevado el proceso de integración (el del euro, los acuerdos de Schengen sobre supresión de fronteras, y el de Prüm, que establece el intercambio de información entre las fuerzas de policía) y ha participado además en la creación de algunas unidades militares de ámbito europeo.

Lo que nos enseña el pasado es que eso que venimos llamando núcleo duro será, como lo fue Prusia en el caso de Alemania, determinante en el destino final de la Unión Europea, sea cual sea la forma que ésta termine por adoptar en el plano jurídico. Una reflexión que nos permite algunas interesantes consideraciones de política práctica.

Por ejemplo, que las pretensiones del último gobierno de Aznar de labrarse un camino propio en el seno de la Unión, al margen y eventualmente en contra de ese núcleo duro (o de lo que constituye su meollo, el eje formado por Francia y Alemania), lejos de conceder mayor influencia a nuestro país en los asuntos europeos nos la quitaba. O que -para que cada palo aguante su vela- las veleidades de nuestro actual ministro de Exteriores de ponerse al frente del grupo de países que han ratificado el difunto Tratado constitucional, distanciándose de miembros tan relevantes del núcleo como Francia y Holanda, están totalmente fuera de lugar.