Un taimado ciudadano puso el otro día en apuros al presidente del Gobierno sin más que preguntarle cuánto cuesta a día de hoy un café. Zapatero, de suyo tendente al optimismo, aventuró un precio más bajo de lo que -en general- cobran por esa infusión en la mayoría de los bares. Sobra decir que el pequeño desliz causó gran alboroto y acaso algún alborozo entre la mayoría de la audiencia.

Tan trascendente asunto acabó siendo la más llamativa noticia del interrogatorio al que fue sometido el primer ministro por cien ciudadanos en un programa de televisión. La anécdota, elevada a categoría de titular, indica hasta qué punto las preocupaciones del gentío difieren de las batallitas de café y guerra civil virtual en las que andan enfrascados sus gobernantes y quienes aspiran a serlo.

La del café es, naturalmente, una pregunta-trampa en la que seguramente caerían muchos otros políticos si se les inquiriese por ese o cualquier otro aspecto de la vida cotidiana. Prueben a preguntarle a los concejales de su ciudad -salvo, si acaso, al de Transportes- por el precio de un billete de autobús y fácilmente comprobarán que los titubeos en la respuesta no habrán de ser muy distintos de los que el otro día exhibió el azorado Zapatero.

Nada importa a estos efectos que los políticos consultados pertenezcan al ramo de la izquierda -en teoría partidaria del transporte público- o al de la derecha, aparentemente favorable -también en la teoría- a la privatización general de los servicios. En realidad, la experiencia demuestra palmariamente que todos, sean conservadores o progresistas, se suben con el mismo entusiasmo al coche oficial desde el que resulta difícil saber cuánto vale un billete de autobús, una barra de pan, un café o una pechuga de pollo.

Mal asunto si la población y quienes la gobiernan están tan distanciados en sus inquietudes. Mientras el común de los ciudadanos se preocupa por tontas fruslerías tales que el café, el bonobús o el plazo mensual de la hipoteca, los políticos parecen empeñarse en dirimir otras cuestiones de más hondo -y paradójicamente, superfluo- calado ideológico.

De hecho, ya andamos -o mejor dicho, andan- otra vez a patadas en la entrepierna, como en los viejos tiempos raciales de aquella España que usaba la bota y el fusil a modo de instrumentos de diálogo. Políticos hay que hablan con toda soltura de "guerra civil"; y tampoco faltan intelectuales que expresen sus ansias de "fusilar" cada mañana antes del desayuno a un par de sus adversarios ideológicos.

Todo esto suena muy truculento, pero no hay razón alguna para asustarse.

Por mucho ruido que hagan los gobernantes, la oposición y sus escritores y teólogos adjuntos, lo cierto es que el pueblo en general vive felizmente ajeno a estas batallitas de café. España cuenta, para su fortuna, con una sólida clase media y disfruta desde hace años de una situación económica razonablemente saneada. Dos consistentes factores de estabilización contra los que nada puede la irresponsabilidad de algunos o muchos políticos empeñados en resucitar -a izquierda y derecha- las viejas pendencias entre imaginarios "fachas" y "rojos".

Tanto da que ocupen sus afanes en inventar una quimérica división entre dos Españas dispuestas a tirarse otra vez a degüello. Difícil lo tienen los profetas del Apocalipsis cuando el más grave problema de la población española en estas vísperas de Semana Santa es decidir si el pago de la hipoteca le permite la elección entre un viaje al Caribe o una escapada a cualquiera de las capitales de Europa en promoción.

Desentendidos de las graves cuestiones de política-ficción que con tanto encono promueven sus gobernantes, los ciudadanos de la Península prefieren la relajada charla futbolística en el bar a las batallitas del abuelo Cebolleta. Ellos sí saben lo que vale un café e incluso un peine.

anxel@arrakis.es