Propuso días atrás el líder conservador Alberto Núñez Feijóo que sus adversarios socialdemócratas y nacionalistas acudan en coalición a las elecciones para que el votante sepa de antemano con quien se juega la papeleta. "Del enemigo, el consejo", retrucarán tal vez los aludidos atendiendo a la máxima que sugiere hacer exactamente lo contrario de lo que quiere el bando de enfrente. Pero el caso es que la idea resulta digna de estimación.

Mucho mejor que los pactos de gobierno a posteriori habría de resultar, sin duda, un acuerdo e incluso una alianza previa entre aquellos partidos más concordantes en sus ideas, de tal modo que pudieran presentar un menú conjunto al elector.

En el caso de Galicia la propuesta parece todavía más razonable, habida cuenta de que sólo la izquierda y los nacionalistas están dispuestos a pactar entre sí; y que, a la vez, ambas partes excluyen cualquier acuerdo con los conservadores.

No existen aquí partidos como la catalana Convergencia o el Partido Nacionalista Vasco, capaces de negociar imparcialmente con la izquierda o la derecha atendiendo al superior interés de sus respectivos reinos autónomos. Y si el Bloque y el Partido Socialista están condenados a entenderse -en todos los sentidos de la palabra condena- no hay razón alguna que les impida acordar previamente un programa de gobierno.

Se entiende, sin embargo, que las dos fuerzas encuadradas en la izquierda quieran competir entre sí por ese espacio electoral. Y nadie puede obligarles a formalizar de antemano unos pactos que inevitablemente suscribirán en el caso de que la suma de sus votos se lo permita.

Más que proponer alianzas preliminares que acaso sus adversarios interpreten como cantos de sirena, el conservador Feijóo debiera abogar tal vez por las ventajas de un sistema electoral a doble vuelta inspirado en el que rige en Francia y algunos países latinoamericanos.

El "ballotage" francés, del que oiremos hablar ahora que hay elecciones en la República de arriba, viene siendo el equivalente político de la tortilla española. Sólo el país que inventó los restaurantes y el arte gastronómico en general podía idear unas votaciones de vuelta y vuelta para darle su adecuado punto de cocción al gobierno que sale del horno de las urnas.

El sistema se basa en la exigencia de al menos la mitad más uno del total de votos para que un candidato o lista electoral sea declarado ganador. En el caso de que el más votado no obtuviese la mayoría absoluta, la elección se repetiría una o dos semanas después para dilucidar si los votantes le dan o no la vuelta a la tortilla.

A este segundo tiempo del partido ya sólo pueden concurrir las dos candidaturas más votadas o bien aquellas que superen un determinado porcentaje de apoyo. Según sea la configuración aritmética resultante de la primera votación, los supervivientes podrán elegir entre formar coaliciones, retirarse a favor de la lista más próxima a sus ideas o mantener su participación en solitario.

Poco cuesta suponer que en el caso de Galicia -caracterizado por una especie de tripartidismo asimétrico-, tal sistema resultaría extremadamente útil. Los electores dispondrían de una segunda oportunidad para ratificar o rectificar su voto, y las coaliciones propuestas por Feijóo no tardarían en forjarse de manera espontánea.

Cierto es que una reforma del sistema electoral en este o cualquier otro sentido pudiera exigir cambios en la Constitución. Pero aun así parece más seria y urgente la necesidad de abrir el abanico de posibilidades al ciudadano votante que la de asegurar los derechos dinásticos de la infanta Leonor, tan invocada últimamente como pretexto para la modificación -referéndum incluido- de la ley de leyes española.

Al país de la tortilla empieza a hacerle falta una ley electoral de vuelta y vuelta. Siquiera sea para facilitar la elección del menú de gobierno.

anxel@arrakis.es