El mundo está cambiando a pasos agigantados. De la confianza ciega en la tecnología, hemos pasado al miedo a la tecnología. Hace unos pocos años, no muchos, la ciencia aplicada nos resolvería todos nuestros problemas, desde los de la energía hasta los de la salud, pero a finales del siglo pasado comenzaron a vislumbrarse signos inquietantes de que nuestra salvación era también nuestra condena, y el calentamiento de la Tierra, los peligros del desarrollo sin límites, y los riesgos del crecimiento desordenado, comenzaron a abrir grandes dudas que tenemos sin resolver y, a veces, sin abordar.

Por otro lado, el mapa geopolítico y económico está variando. Los países subdesarrollados envían masas de inmigrantes no solicitados, China se va transformando en lo que es, en un gigante, sin que salvo un puñado de empresarios dinámicos y el profesor Tamames se hayan dado cuenta, y, por si faltara algo, el terrorismo ha dado un giro copernicano, con la incorporación de modus operandi insólitos, como los terroristas suicidas, y componentes religiosos que se enfrentan a una decadente civilización a la que le falta el agua caliente y llama a los medios de comunicación para decir que vivimos en un país tercermundista.

Mientras sucede todo esto, una especie de Renacimiento a la inversa, de vuelta a la vigilancia, al control, al autoritarismo, y, en definitiva, a la perplejidad, nuestros políticos -¡horror!- da la impresión de que tienen las ideas claras y, como todo el que tiene las ideas claras, ni el uno tiene dudas sobre si su táctica ante el terrorismo local tendrá falencias, ni el otro vacila ante un cuaderno de viaje imperturbable a análisis posteriores. Por si fuera poco, los medios de comunicación se convierten en trincheras tarugas donde todo maniqueísmo es bien recibido y todo simplismo loado por fiel. Esta temporada se vuelve a llevar la adhesión inquebrantable, larga de hechuras, y el "que inventen ellos", con toques de chulería.