Vivir del aire es una vieja aspiración de la Humanidad a la que ya aluden algunos pasajes de la Biblia dedicados a ensalzar la vagancia de los pájaros del cielo que obtienen su sustento de la Providencia sin necesidad de esfuerzo alguno. Pero sólo en la pionera Galicia hemos -o han- conseguido llevar a la práctica tan feliz anhelo.

Inspirados por la metáfora evangélica, los gallegos -no todos, claro está- han descubierto las muchas utilidades económicas que se pueden obtener de una materia tan sutil e inaprensible como el éter.

Basta con que el Gobierno le conceda a uno la explotación de un parque de molinos de viento y, a continuación, ponerse a ordeñarle kilovatios y euros a la etérea granja. O ni siquiera eso. En caso de extrema pereza, no hay más que revender la concesión a cualquier otro interesado para obtener millonarios beneficios sin dar palo al agua (ni al viento) con la misma despreocupación de la que hacían gala los pajarillos de la Biblia.

La reciente denuncia interpuesta por la Fiscalía del Tribunal Superior de este Reino contra un ex director general de Industria que -supuestamente- colmó de licencias sobre el aire y el agua a un cuñado suyo parece revelar que en Galicia hay mucha gente dispuesta a vivir de los elementos. Los fiscales, quisquillosos por razón de su oficio, ni siquiera han tenido en cuenta el espíritu ecológico que seguramente anima a aquellos que montan decenas de empresas para sacarle provecho a las limpias energías de la Madre Natura.

Si acaso, los ciudadanos del común hemos aprendido gracias a este lance judicial que incluso el aire -como la muerte- tiene un precio; y que la gestión de ese invisible mercado depende del Gobierno: dueño y señor de las pertinentes concesiones administrativas sobre la atmósfera. No hay razón alguna para pensar que el negociado de la venta del aire esté sujeto a menores tentaciones que la del suelo, como bien sabemos por la dilatada experiencia de enjuagues en el ramo del urbanismo.

Ya sean terrenos tangibles o inmateriales aires, este tipo de adjudicaciones dependientes del Gobierno se prestan a toda suerte de decisiones subjetivas en el mejor de los casos; y, en el peor, al ejercicio del favoritismo o la exigencia de contrapartidas a los beneficiarios de la concesión. Todo depende de la rectitud que conviene suponerles de entrada a quienes gobiernan.

Lo cierto es que, apenas abiertas las primeras diligencias sobre el caso de los molinos de viento en Galicia, el ventarrón judicial empieza a soplar imparcialmente sobre políticos de la derecha y la izquierda. Mayormente los primeros, desde luego; puesto que el affaire se produjo mientras gobernaba el partido conservador. Pero tampoco los de enfrente se libran.

De las aspas de los molinos de viento han saltado ya a los titulares, por ejemplo, los nombres del ex presidente de la República Herculina, Francisco Vázquez, y del jefe de la patronal de Galicia, Antonio Fontenla.

Ninguno de ellos ha sido objeto de imputación, por lo que resultaría temerario atribuirles ahora mismo cualquier comportamiento indecoroso. De insinuar eso ya se ocupan, en realidad, el portavoz nacionalista en el Parlamento, Carlos Aymerich, y el líder conservador Alberto Núñez Feijoo, al pedir que se investigue la posible participación de "destacados militantes socialistas" en el negocio de la venta del aire. A su vez, el presidente socialista Emilio Pérez Touriño retruca que las responsabilidades hay que buscarlas en el Gobierno conservador que otorgó las licencias, más bien que en sus beneficiarios.

Antes que de izquierdas o derechas -tan difíciles de distinguir-, esta bien pudiera ser una simple cuestión de sabiduría popular. La que, ante fenómenos incomprensibles como el que nos ocupa, sentencia que todo "parece cousa de encantamento: vai polo aire e ven polo vento". Magias lógicas en un país de suyo etéreo como Galicia.

anxel@arrakis.es