Sería un estúpido y un soberbio si no reconociese los apoyos que recibí en el Periodismo y que me fueron de gran ayuda para levantarme del suelo cuando mi relación con Carlos Herrera ni siquiera estaba en la bruma del horizonte. El primero, el apoyo de mi inolvidable colega José Luis Gómez, al que me unen treinta años de sana amistad sin deudas ni favores, desde que le conocí en las postrimerías de su adolescencia, cuando él empezó en esto y yo llevaba un lustro dando tumbos por las calles y escribiendo en aquel viejo y romántico "Correo Gallego" en el que compartimos luego la ilusión, el retrete y los castigos. Fue José Luis quien retiró del concesionario mi primer coche porque yo llevaba días sin dormir, y le devolví el gesto años más tarde llevándole al aeropuerto de Lavacolla bombones de su parte a una bellísima novia mejicana a cuya cita él no podía acudir. Creo que fue José Luis Gómez el único compañero que me vio alguna vez dándole la mano a mi hija y el único también que apostó por mí cuando años más tarde él era director de "La Voz de Galicia" y a mí los jodidos altibajos de la vida me habían puesto prematuramente a la cola del ocaso. Jamás utilicé nuestra amistad para salvar el maldito escollo. Él era el director y yo un puto contratado al que algunos pedantes sin talento llevaban dos años sacándole hipócritamente a patadas con las palmas de sus manos. A José Luis jamás le dije nada. Al viejo amigo sólo recurrí para pedir audiencia y despedirme de él en su despacho antes de coger otro rumbo, aunque fuese el rumbo amargo de renunciar a mis sueños y volver derrotado a casa. ¿Y sabes, muchacho, sabes qué hizo el viejo colega? Me despachó en quince minutos, fiándose a medias de su corazón, de su experiencia y de su olfato, me firmó un contrato nuevo y me envió como columnista a la última página de "Diario 16", en cuya edición ponía cada mañana sus ojos el bueno de Carlos Herrera. Y entonces pensé que a veces en la vida surgen momentos así, y que entonces aparece un tipo como José Luis Gómez, alguien capaz de forrarle las manos a los verdugos y conseguir que el golpe de la jodida coz tenga el inesperado y feliz resultado que tendría en culo de Charlie Chaplin una patada de Adolf Hitler estilizada para la ocasión por el analgésico zapatero de Fred Astaire. Ahora José Luis y yo nos vemos poco. El anda por la televisión y por los periódicos, y yo sigo aquí, muchacho, ya sabes, colega, por si algún día me necesitas, aunque sólo sea para que le lleve de tu parte una caja de bombones a cualquier mujer hermosa que haga transbordo en Lavacolla y pregunte por ti en tres idiomas. Pero así es el periodismo, amigo mío, un mundo rebosante de vanidad y de talento, de rencores y de lavativas, un universo ocasionalmente engañoso en el que a veces las cosas ocurren como en un estanque al que alguien le repusiese los cisnes a tiempo de que no pasen hambre las ratas. Carlos Herrera es, como José Luis Gómez, uno de esos tipos que disfrutan espantándole a los cisnes las ratas del estanque. Y gracias a gente como ellos podemos sobresalir los tipos como yo, que tal vez no seamos nada del otro mundo, sólo un puñado de periodistas ásperos y sentimentales cuya única aspiración es que no les cobren el agua estancada en la que todavía flotan. Otros no tuvieron la suerte que tuve yo y permanecen cautivos en el tenaz y odioso anonimato. Es ahí donde los recluyeron esos tipos sin alma y sin talento de los que yo sé que cuando mueran, personalmente sólo encontraré emocionantes las moscas verdes y azules que vomitan al comerse sus cadáveres. Suelen vestir de Armani y en los almuerzos huelen mejor que el postre y las orquídeas, pero son pura apariencia. Debajo de tanto resplandor solo aletea medio muerta la luz del hielo. ¿Sabes, amigo?, a los tipos de su clase les ocurre como a esos horribles lugares polvorientos en los que, si bien lo miras, lo único verdaderamente atractivo es el folleto...