Así pues, metida buena parte de la sociedad en una dinámica de rechazo creciente a la espiral de crispación que empapa la política estatal y amenaza con contaminarlo todo, quizá sea buen momento para reclamar que también aquí se mande parar. Porque si hasta ahora la ola no había golpeado de lleno- salvo en el asunto del Estatuto, claro-, existen indicios suficientes como para temer que eso cambie. Indicios que no son sólo políticos, que también, sino sociales: la acritud alcanza ya incluso el ámbito de lo doméstico. Váiche boa.

(No es retórica: estos días el paisanaje asiste, seguramente estupefacto, a una bronca sobre la condición laboral de las empleadas de hogar de un alto cargo de la Xunta y una diputada de la oposición. El asunto puede aportar una idea más clara de hasta qué punto unos y otros practican lo que predican, pero podrían haber escogido cuestión menos particular, porque ejemplos públicos no faltan. Pero el nivel de impudicia es tal que de lo que se trata es, sobre todo, de fastidiar al oponente donde más le duela, no de buscar remedio para alguna cosa que afecte al bien común.)

Dicho lo anterior, una de las preguntas claves no es tanto la que plantea hasta dónde va a llegar todo esto, sino hasta cuándo aguantará la paciencia de los ciudadanos corrientes, hartos ya del afán cainita y gusto por revolcarse en la ciénaga de algunos de sus representantes. Y no se considere esta alusión al hastío de la sociedad como algo teórico o imposible de medir entre las profesiones menos valoradas está, o se mantiene, la de político; lo que ocurre es que eso, que por algo será, no sólo daña a quien lo practica, sino al sistema, que en teoría esta por encima de sus actores.

Claro que en esto como en tantas otras cosas, lo difícil es empezar y, sobre todo, que alguien se decida a hacerlo. En el esperpento que vive la política actual lo primero que se oye es que la culpa es del otro, y en consecuencia resulta casi imposible que alguien opte por no responder no ya a un agravio, sino siquiera a una alusión, silencio que sería una buena base donde fijar un punto de partida para la sensatez. Porque hay algo que casi nadie discute, paradójicamente: que esto que pasa es una auténtica locura, no lleva a parte alguna y sólo daña. A todos.

Con las cosas así, parece que el único modo, o acaso el mejor, de intentar corregirlas es a través de la opinión pública y, por supuesto, de la publicada. Sucede, sin embargo, que la primera depende bastante de la segunda, y ésta de mecanismos difíciles de describir y que con frecuencia no responden a lo que deberían, que no es sino el análisis lo más ponderado posible. En esas circunstancias, los sondeos de opinión previos a unas elecciones, aunque municipales, son el camino más conveniente para enviar el mensaje de que ya está bien, que basta ya.

Moraleja: que ya se sabe aquello de que la paciencia tiene un límite, pero queda la duda de dónde estará el de la ciudadanía en este trance. Sólo parece clara una cosa: que mucho margen no queda.

¿Verdad...?