Una mañana de 1999 me telefoneó José María de Juana y me preguntó si tendría inconveniente en ser entrevistado para Radio Nacional de España por Carlos Herrera, de cuyo programa él era el redactor jefe. Acepté. A la mañana siguiente me acerqué en los restos de mi coche a los estudios de RNE de Compostela, me senté frente a la pecera del técnico, me puse unos cascos, prendí un cigarrillo para cada mano y esperé la voz de Herrera. Supongo que habría estado más nervioso si no fuese porque estaba francamente cansado y casi ciego de tres noches sin ir a cama. Herrera me dio tres o cuatro capotazos con esa magnífica voz en la que incluso la prosa de los carraspeos parece tertulia. Respondí como pude. Carlos me conocía de leerme en la última página de "Diario 16" pero a mi pluma nadie en su equipo le había oído jamás la voz. Al cabo de diez o doce minutos, Herrera dio por zanjado el tema y pasó como si tal cosa a otro asunto en la escaleta del programa. Yo me quité los cascos de las orejas, apagué las brasas del cenicero con los restos de un café que perforaba el vaso, salí a la calle y regresé a la ciudad medio dormido, aprovechando que mi coche se sabía la carretera como si la hubiesen trazado en el bastidor de la costura con el dibujo de sus ruedas. Al día siguiente recibí una llamada personal de Carlos Herrera. "Ya sé que eres un tipo sin vanidad, sin ambición y sin codicia, pero me pregunto, Alvite, si te importaría colaborar en mi programa". Y añadió una explicación técnica y al mismo tiempo emocional: "Tienes exactamente la voz que te suponíamos, profunda, varonil y cansada, con ese ritmo algo desganado que hace tan interesantes a los hombres derrotados, de modo que te ofrezco mi programa por si te apetece fracasar con éxito". Reconozco que, dentro de mi natural escepticismo, me quedé atónito. No me lo esperaba. Herrera dirigía un programa de radio con más de un millón y medio de oyentes y yo estaba acostumbrado a hablar por escrito en los periódicos para las tertulias de los tanatorios y para los chicos malos de cada casa. Sinceramente, no aspiraba a otra cosa. Tenía cubiertas las necesidades básicas y mis padres me habían educado para que el primer plato me causase acidez, y el segundo, remordimiento. ¿Sabes?, llevaba una vida bastante disparatada, pero en lo que podía recordar, ni mi mierda había cambiado jamás de color, ni mis sueños de pesadilla. Mi pobre coche estaba en las últimas, pero me tranquilizaba que el óxido de su chapa aun no me hubiese pasado al pulmón. Carlos seguía al otro lado del teléfono. "Bien,... tú dirás, hijo". Sinceramente, no recuerdo cual fue aquel día mi respuesta. Solo sé que veinticuatro horas mas tarde era una de las voces diarias de su programa. Y también recuerdo que cuando ETA quiso matarlo y se fue de año sabático a los Estados Unidos, me quedé en el programa con Julio César Iglesias, antes de que con el natural relevo veraniego tuviese que vérmelas con Ely del Valle, una chica bella, banal y pretenciosa que en la radio perdía todo lo que pierde una mujer de cuyo talento la gente que la conoce de la televisión solo recuerda con entusiasmo las elocuentes nalgas del escote. El año americano de Carlos Herrera se me hizo interminable en RNE. Carlos regresó para incorporarse a las tardes de Onda Cero y he de confesar que crucé los dedos con la esperanza de que se acordase de aquel tipo áspero y sentimental cuyo coche hacía cada mañana en sueños la carretera hasta Radio Nacional como si las curvas fuesen la mecedora de un muerto. Una tarde a finales de verano me telefoneó al periódico Fernando Onega, presidente de Onda Cero. "Estoy sentado en mi despacho frente a un tipo que amenaza con no irse si no habla ahora mismo contigo"...Y se puso Carlos Herrera, aquel tipo tan cordial, tan cariñoso, tan buen compañero. "Oye, hijo, que llevo un año esperando por ti, conque prepara algo, fúmate media docena de cigarrillos y vuelve a demostrarme que hay ocasiones en las que el jodido fracaso no es otra cosa que un éxito sin suerte"...Aquel día la voz de mi querido Carlos Herrera no me cambió el color de la mierda, pero me demostró que no es necesario compartir la cama para compartir los sueños. Y también me demostró, maldita sea, que en lo más hondo del pozo hay ocasiones en las que incluso en el agua estancada se reflejan como putas medallas las estrellas...