Con ocasión del Día del Padre, (que también es el día del Abuelo, y hasta es posible que pudiera haber sido el Día de San José antes de que la cursilería comercial desbordase el viejo santoral católico) un amigo me comenta -entre sorprendido y escandalizado- las paradojas del reglamentismo excesivo. Estaba esperando por su hijo y por su nieto de siete años en el espigón de un muelle deportivo, cuando los vio acercarse a bordo de una potente moto. El padre conducía y el niño cabalgaba detrás agarrado a su espalda. Los dos llevaban puesto el casco reglamentario y este amigo mío interpretó que quizás su hijo había querido hacer feliz a su nieto llevándolo de esa manera durante un trayecto corto, apenas de unos metros. Pero estaba equivocado. Según le explicó el niño con cara de felicidad, después de haberse quitado el casco, venían de una excursión de unos setenta kilómetros por varios pueblos cercanos, y lo habían pasado muy bien. Al abuelo, la historia le sonó a broma pesada hasta que su hijo se la confirmó punto por punto. Su primera reacción - como padre y como abuelo- fue la de enfadarse, pero hubo de contener la indignación cuando su hijo le argumentó que el Reglamento General de Circulación permite esa práctica, y los niños mayores de siete años pueden viajar en moto con su padre, madre, tutor o personas autorizadas por ellos, siempre que lleven el casco reglamentario. Pese a todo le pareció un disparate y, como sospechaba que podría tratarse de una interpretación errónea, se fue rápidamente a una librería para adquirir la ultima versión del texto legal vigente. Y, en efecto, allí venía recogido en el artículo 12,3 referido a la circulación de ciclos, ciclomotores y motocicletas. Mi amigo no es jurista, sino ingeniero industrial, pero le pareció una imbecilidad fuera de toda lógica, que el legislador haya establecido toda clase de precauciones referidas al trasporte de niños en vehículos de motor de cuatro ruedas, imponiendo que viajen en el asiento posterior y en sillas especiales de fabricación homologada, y en cambio les permita circular en moto agarrados a la espalda de sus progenitores, tutores, o de personas autorizadas por ellos, en condiciones de mucho mayor riesgo. "Es decir -me comentaba enfadado- que a mi me puede meter una multa tremenda la Guardia Civil por no llevar al niño en la sillita homologada y en cambio le permiten desplazarse con su padre en moto, exponiéndolo a descrismarse en cualquier vaiven". Y tampoco acababa de entender el exceso de cautelas sobre el uso de radios y teléfonos en vehículos privados, o las prohibiciones de hablar con el conductor en los vehículos públicos mientras no se prohíbe terminantemente la cháchara, y hasta la riña, de los familiares con el conductor de los privados, como si unos y otros no fueran hechos de la misma pasta. A todo esto, a este amigo mío un juez le retiró el carné de conducir durante unos meses por discutir con otro ciudadano que se echó sobre el capó de su vehículo teniéndolo prácticamente parado en una maniobra de aparcamiento. Comprendo su desconcierto. Y más aun después de haber leído que otro juez absolvió a un conductor asturiano que iba a 260 kilómetros por hora, por "no haber supuesto un peligro para otras personas". Por cierto que el conductor asturiano no era Fernando Alonso.