El temido calentamiento global de la atmósfera experimentó este fin de semana una subida de varios grados en Galicia, y no precisamente por las emanaciones de CO2 de la central térmica de As Pontes. Más que de contaminación, en este caso habría que hablar de polución, es decir: de agradables efusiones, flujos y derrames corporales.

De hecho, la calentura -nada contaminante- la aportó el Salón de Erotismo del Atlántico, que en su segunda edición se ha convertido ya en un clásico equiparable a los congresos de Magia y Brujería que suelen celebrarse en A Coruña. Entre sortilegios y lujurias, esta pagana tribu de Breogán no deja de asombrar al mundo.

Ferias voluptuosas como la de Vilagarcía son del todo necesarias para los gallegos, que incluso debiéramos exportarlas a una España últimamente más desquiciada de lo que resultaría aconsejable.

Por lo que toca a Galicia, tan felices exaltaciones de la lujuria resultan de lo más apropiado, ahora que la edad media de los vecinos del Reino empieza a alcanzar niveles comprometedores para la buena marcha de la libido y, en consecuencia, de la natalidad. Dado el decaimiento propio de los años que ya nos van pesando, se agradece cualquier estímulo que ayude a levantarle la moral y lo que sea menester a los otrora prolíficos galaicos.

El propio Don Manuel I, que a pesar de su aire adusto tenía también sus momentos de picardía, porfiaba años atrás en que los gallegos (y las gallegas, claro) nos apareásemos más de lo que, a su juicio, delatan los bajísimos índices de producción de bebés del país. Por desgracia, las arengas amatorias del entonces monarca gallego no surtieron el efecto que Fraga deseaba sobre el aumento del censo, que siguió sin levantar cabeza en Galicia. Ni el censo ni otras cosas, por lo que se ve.

Mucho es de temer que, dadas las circunstancias, resulte imprescindible multiplicar el número de ferias del erotismo como la que con tanto éxito de crítica y público da lustre a Vilagarcía. Por meras razones de supervivencia étnica.

Algo tendrá que ver, en todo caso, la abundancia de fiestas gastronómicas y la consolidación de certámenes lujuriosos como el de Arousa con el sosiego que Galicia disfruta frente a la extremada agitación de ánimo que parece sacudir a las gentes en la Corte de Madrid.

El tópico y ya algo inactual retrato del español medio es, como se sabe, el que lo pinta como "un señor bajito, moreno y con bigote que siempre está enfadado porque piensa que su vecino fornica más que él". Una definición que el maestro Ponte enriqueció días atrás en estas mismas páginas citando la tesis de Josep Pla según la cual España es "un país de odios africanos y onanistas furiosos". Quería decir Pla que vamos a la paja por falta de grano; y acaso sea esa la razón de que casi siempre estemos a punto de emprender una nueva guerra civil.

De ahí el valor profiláctico de iniciativas tan laudables como la de ese Salón del Erotismo con el que los arousanos acaban de dejar bien alto el pabellón de la carnalidad. Todo un ejemplo para la ascética y todavía algo calderoniana España.

Ya dejó escrito Galeno, padre de la ciencia médica, que el semen embalsado intoxica al hombre ("semen retentum, venenum est", en el latinajo original). La experiencia enseña que, en efecto, la retención de ciertos líquidos vitales produce arrebatos, furores y descomposiciones de ánimo entre quienes la padecen. Y la funesta consecuencia de tal estancamiento de fluidos bien pudiera ser el ambiente de crispación que últimamente vive España, según las noticias que llegan de la Corte.

Ojalá iniciativas como la del Salón Erótico del Atlántico contribuyan a lubricar las ásperas relaciones entre los políticos que gobiernan y los que aspiran a quitarles el puesto. El presidente Zapatero, que es algo hippie, bien podría invocar las ventajas de hacer el amor y no la guerra. En Galicia ya las conocemos.

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