De modo que, metidos los partidos en la harina de buscarle sustituto al Valedor do Pobo, y confirmados algunos intentos por variar el perfil hasta ahora elegido -de forma que se buscaría uno femenino, por ejemplo-, quizá fuese buen momento para ir aún más al fondo y, además de cambiar la persona, retocar también la institución. Porque, dicho con todo respeto para quienes ahora la ocupan, los ciudadanos a los que en teoría sirven no acaban de verse reflejados en la tarea, básicamente porque quizá no notan los efectos prácticos de la gestión.

Es obvio que el Valedor es lo que es, que nació para eso y según el modelo del Estado y de otras autonomías -y estos a su vez teniendo en cuenta lo que había en otros países- y que por tanto funciona tal y como estaba previsto. Esa línea argumental, muy repetida, acaso tenga como principal objetivo prevenir que se intente transformar la institución en otra instancia judicial dotándola de capacidad ejecutiva, lo que no está contemplado ni en la Constitución ni en el esquema básico de las sociedades democráticas. Nadie lo ha planteado así, pero por si acaso se advierte.

Ocurre, dicho eso, que una cosa es modificar y otra bien diferente retocar, y que parece difícilmente discutible un par de afirmaciones: una, que aunque el número de asuntos tratados ha crecido, el Valedor no es hoy en día un elemento tenido por necesario en la sociedad, y hay quien cree que ni siquiera resulta útil; otra, que en ese sentido -y aunque la crítica sea errónea- conviene dotarlo de algún tipo de eficacia más visible para que los ciudadanos, cuando acuden a ella, hallen la respuesta que buscan. O, por lo menos, algo que se parezca lo suficiente como para satisfacerles.

En este punto cabe algo más: para la sensación ciudadana sobre el resultado práctico de la tarea del Valedor cuenta, y cuenta mucho, la evidencia de que sus conclusiones apenas se atienden como debería por quien tiene ha de hacerlo primero, que es la Administración, mencionada en singular aunque sea plural. Y no parece necesario argumentar demasiado tal afirmación: basta con comprobar las quejas anuales y su resultado para entender que el escepticismo no sólo no es infundado, sino que a veces resulta incluso demasiado corto: podría hablarse de falta total de fe.

Algunos observadores replican diciendo, y acaso con razón, que la vía jurídico-práctica está siempre abierta, que las quejas se tramitan también en esa dirección cuando es necesario y que, en definitiva, la eficacia o la practicidad que no aporta el Valedor la ejecutan los tribunales. Lo cual es verdadero, pero insuficiente y -sobre todo para los reclamantes- demasiado complicado: hay quien podría defender la tesis de que para terminar ante el juzgado es preferible empezar por ahí. Se ahorraría tiempo, paciencia e incluso, probablemente, dinero.

Moraleja: que como la ocasión la pintan calva, ésta del relevo del Valedor debería aprovecharse para renovar también la institución. Porque ha pasado ya el tiempo preciso para que se necesite.

¿No?