En los últimos tiempos del franquismo y los primeros de la nueva era se hizo popular en España la diferenciación entre el país oficial y el país real y con ella el deseo de adaptar el primero al segundo, superando la gran distancia que los separaba. Uno de los grandes aciertos de Adolfo Suárez como gobernante fue proponer con claridad ese objetivo y trabajar con decisión e inteligencia para conseguirlo, empeño para el que contó con la generosa colaboración de todas las fuerzas políticas democráticas.

Gracias a ese acierto España es hoy un país enormemente diferente de aquél. Tiene unas instituciones democráticas, está perfectamente insertado en la Europa que se envidiaba como paradigma y, como resultado de todo ello, España es un país moderno y próspero cuyos ciudadanos disfrutan de las cotas de bienestar más altas de su historia. Y es en estas circunstancias cuando, de forma absurda, vuelve a producirse una grave distorsión en torno a la situación política. Con una diferencia sustancial. El problema no está en la realidad sino en la forma en que ésta se quiere presentar. El cristal distorsionador es la crispación. La gran mayoría de los ciudadanos asisten desconcertados al espectáculo del cada vez más exasperado enfrentamiento de las fuerzas políticas, que se visualiza en ámbitos tan diferentes como la calle, el parlamento o algunos medios de comunicación y no entiende que haya motivos para un enfrentamiento tan descarnado e irracional.

Por fortuna España es hoy un país tranquilo y pacífico, en el que la moderación es a la vez su mayor fuerza y lo mejor de su patrimonio. Es una gran irresponsabilidad poner en riesgo esa riqueza. Y, sin embargo, los dos principales partidos políticos españoles lo están haciendo al llevar su confrontación a extremos peligrosos. La clave está, según todas las apariencias, en la lucha por el poder. El PP transmite la sensación de no haber asumido el resultado de las últimas elecciones generales, en las que ciertamente resultó gravemente perjudicado como consecuencia de la tragedia del 11-M, y, ya que no puede deslegitimar el triunfo del PSOE, se ha lanzado a montar un escándalo sobre cualquier decisión del Gobierno, cuando seguramente sería suficiente con que se volcara en la crítica de los errores gubernamentales. Y los socialistas, con Rodríguez Zapatero en la Moncloa, se han lanzado a una política imprudente, metiéndose, sin que sea ni necesario ni urgente, en el mayor número posible de avisperos. Tal parece que si desde el PP se ha cedido a la tentación de considerar a los socialistas como unos usurpadores, desde el PSOE el señuelo autoinventado ha sido el de la posibilidad de acabar, mediante cualquier tipo de pactos y con cualquiera, con los populares por muchos años.

El choque ha sido particularmente estruendoso en el terreno delicadísimo de la política antirrerrorista. Zapatero parece haber creído que estaba a su alcance conseguir el final de ETA a través de la negociación y que semejante éxito le haría pasar a la historia y, de paso, prolongar su estancia en el poder. Enfrente, el partido que dirige Rajoy bajo la sombra cada vez más visible de José María Aznar, ha percibido que la discrepancia radical de la política del Gobierno en materia de terrorismo se convertía en la más clara oportunidad para reconquistar el poder. Cada uno ha arrastrado a sus fieles, mientras en tierra de nadie han quedado con estupor millones de personas a las que se les pide la fe del carbonero o se les alienta con consignas. Que la división haya alcanzado a las propias víctimas del terrorismo, que se han visto convertidas en peones de batalla o en arma arrojadiza, habla tal vez más elocuentemente que nada, de lo lejos que se ha llegado.

Por si fuera poco, el comportamiento de algunos medios de comunicación ha echado más leña al fuego. Si en materia informativa se dice que en una guerra la primera víctima es la verdad, en la batalla de la crispación que se libra en España parece haberse convertido en un imposible que la objetividad sobreviva. Algunos medios afines a la actual oposición participan tan activamente en la lucha que no sólo respaldan sin fisuras a los suyos sino que les reclaman más agresividad si entienden que se comportan de forma pusilánime. Otros asumen tan acríticamente las posiciones del Gobierno que dan la impresión de ser unas veces su guía y otras, un instrumento suyo.

El juicio del 11-M se ha convertido en una piedra de toque de la desviación de objetivos de unos medios que es lógico que tengan opiniones diferentes pero que deberían coincidir en la búsqueda de la verdad, porque eso es lo consustancial al periodismo. Sin embargo, los hechos que se desarrollan en el tribunal dan lugar a versiones escandalosamente contrapuestas: donde unos ven blanco, otros lo describen como negro. Casi se diría que las informaciones sobre un acontecimiento que aspira a descubrir la verdad sobre un hecho están prefiguradas por las informaciones que antes del juicio había publicado cada cual. Quienes pierden son los ciudadanos, que ven interferido su derecho a estar bien informados. Y de paso padece el prestigio social de los medios, hasta el punto de que puede afectar a los que no se alinean en la batalla política -entre los que nos contamos- sino que aspiran solamente a dar constancia de su desarrollo con la máxima objetividad posible, porque eso exige el respeto a nuestros lectores.

La actual crispación no es buena para nadie; a la larga, ni siquiera para quienes la alientan. Si mantiene su escalada, puede llegar incluso a perjudicar la imagen exterior de España, al presentarla como un país conflictivo y, por tanto, poco digno de confianza. Pero el principal argumento es de naturaleza interna. Estamos convencidos que la gran mayoría de la sociedad española no desea una confrontación tan áspera, lo que no quiere decir que carezca de ideas políticas y opiniones y que, en función de ellas, juzgue a los que gobiernan y a los que pueden sustituirles. Que esas alternativas se perfilen como claramente diferenciadas es tan bueno como legítimo. Pero no menos conveniente es que la decisión se tome con serenidad. Los españoles se han ganado a pulso, con su comportamiento cívico de estos años, el derecho a la normalidad. No merecen la actual crispación.