Cuando uno se desenamora, suele preguntarse por qué pudieron ir tan mal las cosas, cuales fueron los errores determinantes del horrible fracaso, por qué diablos ella dejó de ser tan hermosa y tú tan fascinante, tú, muchacho, tú, que estabas en racha y parecías tan capaz de encontrar la pulpa de una sandía abriendo con la lengua el cuarzo de los labios de una virgen con el útero iluminado al trasluz por la flácida candela de un belén vedado a cal y canto con la cerrajería de un "diu". Puede que el amor sea el resultado de un encomiable esfuerzo poético, pero no es menos cierto que cuando uno lleva mucho tiempo leyendo a su poeta favorito, al final descubre que lo que de verdad le interesaba de Keats eran las piernas de la dependienta de la librería. Es el peligro que se corre cuando en el cultivo del amor se recurre a intermediarios. El tipo que le escribe a diario a su chica pero no se deja ver, acaba rindiéndose a la evidencia de que su esfuerzo postal sólo sirvió para que su novia se enamorase perdidamente del cartero. A veces uno se decanta sin haber tenido en cuenta los grandes alicientes, como fue el caso de aquella mujer a la que conocí de madrugada en un bar madrileño frecuentado por transexuales y travestis. Acabamos en la cama de un hotel pero no puedo presumir de haber hecho una conquista aquella noche. Si he de ser sincero, no me quedará más remedio que recordar lo que me dijo para justificar el revolcón: "No te hagas ilusiones, cielo. No había muchas alternativas. Lo cierto es que de entre los hombres que me miraban en aquel jodido bar, tú eras probablemente el único que no tenía tetas". Habíamos coincidido en una desesperada situación de naufragio y el uno era el único madero al que podría agarrarse el otro. Reconozco que a mi biografía sentimental le habría sentado mejor una trabajosa conquista plagada de frases inteligentes y elegantes modales de nailon, pero las cosas son como son y aquella noche madrileña las cosas se presentaron sin posibilidad alguna de elección. Ella tenía unas cuantas copas encima y yo necesitaba escuchar en la habitación del hotel un jadeo que no fuese el monótono enfisema del aire acondicionado. Cuando se sobrepuso, aquella mujer se apresuró a justificarse. Me pareció que estaba confusa y angustiada, como si hubiese hecho algo impensable en alguien tan recto y tan austero como me juró que era ella, como supongo que se habría sentido Adolf Hitler si en su gamada alcoba del Reichstag le despertasen de su borrachera antijudía con el punzante dolor de la circuncisión. Procuré tranquilizarla. Encendí el televisor y abrí las ventanas. Algunas mujeres se sienten más decentes cuando sobre el lacio recuerdo de la reciente sordidez corre, como una bocanada de zotal, la sacramental higiene de la brisa. Al poco rato me pareció que se tranquilizaba e incluso se fue al baño y se retocó los ojos añadiéndole a su sesgo la autógrafa pincelada de un rasgo ojival que le limpió de repente la mirada hasta dejársela levemente empañada con la presbicia de la hipocresía. Fue un momento mágico, uno de esos instantes en los que las mujeres rehacen el alma retocándole los pliegues más soeces con el lápiz de ojos, hasta que prende en ellos la mirada cubista y balnearia de la resurrección. Lo cierto es que su recuperación hizo que me sintiese feliz, aunque he de reconocer que la felicidad habría sido más completa si borrarle los labios a aquella mujer no me hubiese salido casi tan caro como si acabase de despintar con mi lengua la ovárica geometría de un Miró...