Así pues, a la vista de lo que ocurre y -quizá sobre todo- lo que parece que va a suceder, no debe extrañar que exista un pesimismo considerable en el sector comercial gallego ante la competencia que viene del Este. Porque frenar su índice de penetración en el mercado, vistos los costes de producción y el poco respeto que tiene por la legislación vigente en los países de destino, hacerle frente parece como ponerle puertas al campo; especialmente si -y eso ocurre ahora- tampoco en precios se pueden establecer comparaciones.

Es desde luego cierto que lo que está a la venta en los bazares resulta de mala calidad y de una duración más que limitada, que no tiene garantías ni está homologado y, en consecuencia, que a veces llega a suponer un peligro para el comprador, pero aún así su precio casi obliga a la compra, sobre todo en el marco de una costumbre de "usar y tirar" que llega con retraso -como tantas otras cosas, y no sólo en lo comercial- pero que está cada vez más presente en la sociedad gallega.

Es difícil afrontar eso, como reiteradamente exponen los invitados de FARO. Ahora mismo sólo hay un método fiable, que es el de la exigencia del cumplimiento de la ley, pero para que sea eficaz ha de llevarse a cabo hasta sus últimas consecuencias, y en ocasiones eso implica efectos antipáticos e incluso polémicos. Porque la exigencia de cumplimiento puede llevar al cierre de bazares e incluso a la exclusión de quienes, sin permiso de residencia ni licencia de apertura, están a su frente.

El poder político, que inspecciona y sanciona con eficacia, es sin embargo remiso a llegar hasta esa frontera, temeroso quizá de que, frente a un grupo nutrido de comerciantes que aplaudiría las medidas, hubiese otro aún mayor de ciudadanos que atendiese a algunas sugerencias envenenadas de xenofobia si se actúa con dureza. Y es que hay quien confunde, a saber si intencionadamente, el tocino con la velocidad, y a veces con fines sólo partidistas: se ha visto ya aquí y es muy probable que se vuelva a ver en cualquier momento.

El asunto, como todo lo que afecta a personas, resulta delicado y ha de tratarse con humanidad, pero también con claridad y desde esa perspectiva ya dicha: la exigencia del cumplimiento de las normas democráticamente elaboradas es la mejor garantía para la convivencia en orden, y esa convivencia, a su vez, blinda frente a la injusticia que emana de las algaradas. Los ciudadanos deben tener claro que su mejor defensa contra los abusos es el ejercicio de sus derechos, entre ellos el que les corresponde como consumidores.

La clave está ahí: en la conciencia de consumidor, que implica la lucha contra el fraude, sea quien sea su autor. Y esa conciencia, que -guste o no leerlo- es aún escasa aquí, debe trabajarse a fondo para que, a la hora de la verdad, decida.

¿O no...?