Angela Merkel, canciller (¿cancillera?) de Alemania ha propuesto que se publique un manual de Historia de Europa apto para ser estudiado por los alumnos de enseñanza secundaria de los veintisiete países de la Unión Europea. En realidad el proyecto de la señora Merkel tiene un precedente, a poco que estemos de acuerdo en rebajar el nivel de las exigencias acerca de lo que cabría dar por una Historia transnacional del terruño del continente. La enciclopedia libre de Internet, Wikipedia, alude a la presentación en 2003 del proyecto común franco-alemán para llevar a cabo un manual de Historia de Europa, que figuró entre los actos destinados a celebrar el cuadragésimo aniversario del Tratado del Elíseo. Y en marzo del año pasado tres autoridades del mundo educativo, François Fillon, Peter Müller y Johanna Wanka, anunciaron en Berlín la publicación inmediata de un libro, redactado por historiadores alemanes y franceses, para narrar los acontecimientos históricos europeos vividos desde el fin de la II Guerra Mundial bajo una perspectiva algo más extendida que la de un solo país.

El manual no sólo ha salido ya sino que su contenido y algunos extractos pueden consultarse en la red de redes -en francés, al menos-, dentro de la página web de la editorial Nathan de París. Yo lo he hecho y, la verdad sea dicha, el sesgo hacia la perspectiva y los intereses ciudadanos de los dos países promotores, Alemania y Francia, es tan exagerado que resulta díficil llamar a eso una Historia de Europa de verdad. Pero algo es algo. Porque no sé qué se debe admirar más, si la fe tanto de Angela Merkel como de sus predecesores de hace un año hacia las iniciativas inviables -el lema de mayo del 68 era ése: pedid lo imposible- o su capacidad para agitar, siquiera levemente, las conciencias dormidas de los ciudadanos del continente.

No es difícil imaginar los problemas por los que pasaría este país si sus diecisiete Comunidades Autónomas y dos ciudades con estatuto especial -Ceuta y Melilla- tuvieran que dar el visto bueno a algo parecido, aunque se redujera sólo a la Historia Contemporánea de España. Mejoremos la hipótesis: supongamos que se encarga a un equipo de historiadores de cada una de las autonomías que hagan ese libro y comparamos luego los manuscritos. Podría ser muy divertido el ejercicio, sobre todo si uno es noruego o belga. Siempre, claro es, que todos los gobiernos autónomos estuviesen de acuerdo en que puede editarse para uso de sus colegiales un volumen con ese título: "Historia de España". Porque incluso en ese caso bien dudoso cabe imaginar lo que sucedería; para hacerlo basta, si la capacidad de fábula personal falla, con llevar a cabo una comparación entre los distintos planes de estudio que se reparten por el reino de taifas de hoy.

En realidad puede darse la paradoja de que sea más fácil llegar a un acuerdo sobre lo que hay que estudiar, en términos de la historia contemporánea, en toda la Unión Europea que en cada una de las comunidades autónomas españolas. Al fin y al cabo hay pequeñeces obsesivas que desaparecen con la distancia. Y tal vez sea ése no sólo el motivo mayor de esperanza sino, también, la justificación más cabal que quepa hacer acerca de la necesidad que existe de intentar por todos los medios que el proyecto de la propia Europa salga adelante.