Opinión
CAMILO JOSÉ CELA CONDE
¿Más ricos?
A medida que la discusión en las Cortes del proyecto de reforma del Estatuto catalán se acerca, y los ánimos se enconan, aparece una forma particular de reacción. A quienes sostienen que el futuro de las instituciones catalanas -o vascas- ha de decidirse en Barcelona -o Vitoria- y a aquéllos que auguran la destrucción de España -que tal vez sea lo mismo, pero no de manera necesaria- se les suma una tercera forma de ver las cosas que resulta como poco curiosa. Han ido surgiendo voces que, en principio hostiles a la reforma promovida desde la Generalitat, juegan al rojo y al negro a la vez en esta mesa de ruleta. Reclaman para los demás el mismo techo de competencias que logre rebañar el proyecto del Estatut a lo largo de su paso por el Congreso de los Diputados. El de curioso es el adjetivo que mejor le cuadra a lo que, tenido por demoníaco, se convierte en deseable sin más que ganar carta de realidad. Luego dirán que no somos pragmáticos.
Lo más destacable de esa postura de juego a todas las bazas es el argumento con el que se reclaman cosas como la parte del león de los impuestos. Es sabido que la mayor parte del dinero recaudado se va a Madrid, al Ministerio de Hacienda, desde donde se reparte luego por medio de la ley de los presupuestos generales del Estado. Desde hace siglos es ése el mecanismo de puesta en marcha de la justicia distributiva, al margen de que la forma concreta de la distribución sea más o menos justa y razonable. Pues bien, está cundiendo la especie de que, si en un determinado territorio -Cataluña o cualquier otro- esos impuestos no siguiesen el mecanismo de ida y vuelta, entonces los ciudadanos de tal territorio serían más ricos.
El argumento es falaz. Un contribuyente en particular será más o menos rico en la medida en que los impuestos bajen o suban y, de manera indirecta, de acuerdo con los bienes y servicios que reciba gracias al uso de los dineros públicos. Así que el hecho en sí mismo de cuál es la autoridad encargada de la gestión administrativa tiene un efecto nulo en la riqueza individual. Lo que marca la diferencia es la cantidad de impuestos que se pagan.
Aunque, claro es, también está la manera como tales impuestos se invierten. Puede que un cuarto de siglo atrás, con el Estado de las autonomías recién nacido, tuviésemos alguna esperanza de que la administración cercana lograra ser más eficaz. Para mí que, si existió, esa esperanza ya se ha perdido. Los mismos episodios de corruptelas, trampas y mentiras se suceden -no siempre, claro- en la búsqueda de la perpetuación en el cargo, con el agravante de que ahora se ven más tales vicios. A las indudables ventajas de ser administrados por personas que conocemos y nos conocen se les cruza, por desgracia, la rémora de una picaresca no sé si inevitable.
Que se quede buena parte de los impuestos en el lugar de origen ni nos hace más ricos ni nos garantiza estar mejor administrados. ¿A santo de qué, entonces, tanta esperanza o recelo acerca de la reforma del Estatut catalán? Es triste tener que responder apuntando a la evidencia de que, si no es a los ciudadanos a quienes va a beneficiar el lío, será a los protagonistas directos del pulso. A aquéllos que piensan sacar bien jugosos peces del río revuelto y no se detienen a meditar en las consecuencias que podrían derivarse de tanta tensión, tantas barbaridades y tan confusos signos como los que estamos viviendo.
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