Opinión
ANXEL VENCE
El nacionalismo gana terreno
Protesta soliviantado el gobierno de Valencia por la incorporación de su reino a un mapa de los países catalanes que el otro día campeó sobre el césped del Camp Nou como prólogo a un partido del Barça. Pero es lógico que en un campo de fútbol los equipos quieran ganar terreno.
Tal vez los autores de tan singular cartografía político-balompédica no quisieran aludir sino a los territorios donde se habla catalán, con el nombre que se prefiera darle en cualquiera de sus variantes. Nada tendrían que objetar, en ese caso, los airados gobernantes levantinos. Un mapa de hablantes del español, por ejemplo, incluiría a la mayor parte de Latinoamérica sin que ello fuese en menoscabo de la soberanía de las repúblicas de Ultramar.
Deduce, sin embargo, el gobierno del viejo Reino de Valencia que el tan mentado mapa tenía intenciones de orden más bien político que meramente lingüístico o cultural. Y acaso no le falte razón, si se tiene en cuenta que durante la sesión previa al partido entre Barcelona y Osasuna el maestro de ceremonias ensalzó la libertad de los países catalanes.
Poco habría de qué extrañarse, aun así, si esta segunda interpretación fuese la correcta. La experiencia histórica y actual sugiere que todos los nacionalismos, sin excepción conocida, tienden a ganar terreno con el mismo ímpetu que emplean los futbolistas para acercarse al marco contrario.
El general Franco, por ejemplo, edificó su teoría del nacionalismo español a partir de las ensoñaciones del viejo imperio perdido. El discurso resultaba un tanto patético -es decir: que daba pena- en aquella hambreada España de la posguerra obligada a cantar vibrantes estrofas sobre las rutas imperiales de América y las hazañas de los últimos de Filipinas.
Momentáneamente apagado por pura sobredosis aquel nacionalismo zarzuelero, otros de más módico alcance geográfico le han tomado el relevo en estas tres últimas décadas. Cumple aclarar que la mayoría de ellos, a diferencia del franquista, son de neta raíz democrática; pero en lo tocante al ensanchamiento territorial, la tendencia se mantiene invariable.
Ése pudiera ser el caso del nacionalismo catalán, que pretende acoger bajo su ala protectora a los reinos autónomos de la misma lengua, tales que Valencia, las Baleares o el Rosellón. O el del vasquismo militante, que aspira a unificar el territorio de Euskadi bajo criterios étnicos y lingüísticos que incluirían varias demarcaciones de Francia y las actuales comunidades autónomas del País Vasco y Navarra.
Más módico en sus pretensiones, el templado nacionalismo galaico no aspira a la restauración de las antiguas fronteras que dilataban hasta Braga los límites de este reino en tiempos ya remotos; y a lo sumo reclama la preservación de la lengua gallega en El Bierzo o en la zona occidental de Asturias. Ya se sabe que los gallegos somos gente comedida; y tampoco es cosa de reclamar la anexión de Portugal a unos improbables Países Gallegos.
Como quiera que sea, tal vez exageren un poco los gobernantes de Valencia al comparar las pretensiones del nacionalismo catalán con las apetencias que llevaron a Adolfo Hitler a anexionarse Austria. Más que nada porque la mayoría de los austriacos (y el propio Hitler lo era) no mostraron particular oposición, sino todo lo contrario, a la famosa "Anschluss" que los integró en el III Reich. Y no parece que sea ése un caso equiparable al de los valencianos, a juzgar por la indignada reacción de sus autoridades.
Queda claro, en todo caso, que el impulso natural de los nacionalismos, como el de los equipos de fútbol, es ganar terreno. Unos lo hacen por la brava, tal que el antes mentado Adolfo, y otros prefieren combinar la fuerza militar con el espíritu librecambista, como en su día hizo Estados Unidos al comprarles Alaska a los rusos y la Florida a los españoles. Para que luego digan que los gallegos somos gente apegada a la leira.
anxel@arrakis.es
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