Opinión

ÁLVARO OTERO

El espíritu de los aguafiestas

El 12 de octubre de 1936, mientras España entera se entregaba a un auténtico ceremonial de sangre, Miguel de Unamuno se vio abocado a presidir un acto en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca, de la que era rector. Como la ciudad había sido tomada por las fuerzas rebeldes, de compañeros de estrado le pusieron a Carmen Polo, al obispo y al inefable general Millán Astray, el manco, tuerto y cicatrizado fundador del temible Tercio de Extranjeros cuyo grito favorito era ¡Viva la muerte! El auditorio lo formaba una violenta amalgama de fascistas, legionarios y falangistas salmantinos de pro. José María Pemán, escritorzuelo del Movimiento y paradigma del intelectual entregado al viento que más sopla, se encargó de calentar el ambiente de tal manera que, cuando le llegó el turno al viejo rector, los legionarios de las butacas no hacían más que salpicar el aire con sus vivas necrófilas. El discurso de Unamuno, aunque breve, habría de pasar a la Historia como ejemplo de valentía suprema del intelectual frente al poder omnipotente. Cuando uno relee sus frases impecables no puede sino emocionarse. A Millán Astray le llamó inválido, inválido de guerra como Cervantes, pero -añadió- un mutilado que carezca de la grandeza de Cervantes es de esperar que encuentre un terrible alivio viendo cómo se multiplican los mutilados alrededor. Hubo otras sentencias célebres, como la de venceréis, pero no convenceréis, o ese momento en el que dice: Este es el templo de la inteligencia y yo soy su sumo sacerdote. Estáis profanando su sagrado recinto. Si Lorca, su amigo, ya había sido liquidado en el barranco de Víznar, él estuvo a punto de serlo allí mismo. Astray se puso a gritar como un loco ¡Muera la inteligencia! y los fascistas de la platea echaron mano a la pistola. Dicen que no lo ejecutaron en el acto por no incordiar a doña Carmen Polo, y que Franco, al enterarse, lamentó que efectivamente no lo hubieran hecho así. Destituido de su cargo de rector, sólo su fama internacional le salvó del paredón, aunque murió confinado en su domicilio apenas dos meses después. En aquel día y en aquel acto se juntaron dos escritores, Miguel de Unamuno y José María Pemán, que representan dos maneras distintas de enfrentarse al poder. Hoy esos modelos permanecen, aunque los Pemán, más difusos, se disfrazan a menudo de grandes revolucionarios de bar que luego se van a tomar el cocidito. Los Unamuno son escasos, escasísimos, y sólo a veces, cuando les llega la vejez y ya el dinero no es problema, protagonizan gloriosas explosiones de cólera en las que vomitan verdades como puños. Juan Marsé, salvando las enormes distancias, ha incrementado ese reducido grupo esta semana. Una buena noticia. Ya no estamos en guerra y manejamos dramas distintos, pero seguimos faltos, aunque sea para nuestras pequeñas cosas, de más Unamunos, de ese valiente espíritu de aguafiestas que don Miguel como nadie, aquel 12 de octubre, encarnó.

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