Opinión

ANXEL VENCE

Chorizos sin fronteras

Una singular organización ocupada en clasificar el grado de choricería de los gobiernos constata en su último ranking que los países más pobres son, además, los más corruptos. Encima de burros, apaleados.

La clasificación universal de la mangancia elaborada por Transparency International -que así se llama la mentada institución- no deja espacio a la duda.

Las naciones menos dadas al cohecho pertenecen, sin excepción, al club de los ricos, hasta el punto de que los treinta primeros puestos en materia de honradez los ocupan casi todos los estados de Europa Occidental, Norteamérica, Japón, algunos prósperos enclaves de Asia y un par de sultanatos petroleros.

España, que tan mala reputación padecía hace algo más de una década por razones que no hará falta evocar, obtiene ahora un notable puesto 23 -de un total de 168- entre los países que gestionan con mayor limpieza sus fondos públicos. Incluso el reino que fue cuna de la picaresca parece moderar los instintos rapaces de sus gobernantes a medida que aumenta la renta de los ciudadanos.

Del mismo modo que la transparencia parece cosa de ricos, las naciones más empobrecidas del mundo son también las que sufren con mayor violencia el flagelo de la corrupción. Las treinta que encabezan -por la cola- la clasificación general de gobiernos deshonestos corresponden en su mayor parte al hambreado territorio del África negra, con el añadido de dos o tres repúblicas islámicas y alguna otra de las que en su día formaron parte de la URSS.

Todo esto parece dar la razón a Henry Kissinger, aquel ministro de Exteriores de los Estados Unidos que solía cifrar en 5.000 dólares la renta per capita a partir de la cual un país podía aspirar a la democracia. Con la inflación de los últimos años, ese precio bien pudiera ser ahora el doble: tanto para adquirir un sistema democrático como para librarse -hasta cierto punto- de la endémica mangancia de los gobernantes.

Por cínica que pueda parecer, la observación de Kissinger no carece de fundamento. Prueba de ello es que la corrupción está más vinculada a la pobreza de los países que a la ideología de los regímenes que padecen.

Cuba y Tailandia, por ejemplo, no sólo comparten la triste circunstancia de ser paraísos del turismo sexual, sino también un alto nivel de corrupción que los iguala en la misma nota de 3,8 dentro del pelotón de gobiernos deshonestos enumerado por Transparency International. Que el uno sea comunista y el otro capitalista viene a resultar un asunto más bien anecdótico. Es la economía, y no la política, la que manda.

Incluso los países teóricamente ricos pero realmente pobres como la petrolera Venezuela tienen -con una pésima calificación de 2,3- el incierto privilegio de ocupar puestos destacados entre los países con mayor grado de corrupción.

De hecho, la mangancia institucional no distingue siquiera entre las naciones con mala o buena prensa, como parece demostrar el hecho de que Israel -Estado judío y por tanto diabólico para muchos- figure entre los países menos corruptos del mundo. Un notorio contraste con la empobrecida Palestina, cuyo gobierno destaca en la clasificación justamente por todo lo contrario.

No queda sino deducir que el dinero -o más bien su carencia- es lo que gobierna el mundo, al margen de las volátiles ideologías. Ser pobre constituye un riesgo añadido de sufrir la penuria menos tangible de la corrupción, y acaso eso explique que los chorizos sin fronteras encuentren su mejor caldo de cultivo en los países donde el gobierno ha de limitarse a administrar la miseria. Cobrando la correspondiente comisión, como es natural.

Tal vez sin pretenderlo (de hecho, sostiene distinta opinión), Transparency International acaba de dejar sin sentido alguno la vieja expresión "Pobre, pero honrado". Aplicada a los gobernantes, parece una contradicción entre los términos.

anxel@arrakis.es

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