Opinión
JOSÉ MANUEL PONTE
El abuelo republicano
Pocas cosas mejores habrá -llegada una cierta altura de la vida- que una buena muerte. Súbita, sin dolor, sin sufrimiento moral. Un tránsito rápido entre la existencia y la nada, un elegante mutis por el foro, como el de los actores de éxito tras un parlamento especialmente emotivo. Haro Tecglen, que era, entre otras cosas, un enamorado del teatro se murió de esa forma, a los 81 años de edad. Estaba comiendo con unos amigos en un restaurante, cuando se desvaneció y entró en un coma irreversible. Supongo que el establecimiento de la calle de la Ballesta, del que nos hablan los periódicos, no es otro que la Gran Tasca, un clásico de la restauración madrileña, que está materialmente rodeado de locales dedicados a la prostitución. A mediodía, cuando el personal de alterne todavía está recogido, el lugar suele ser frecuentado por un publico selecto. Y esa reversibilidad de los escenarios callejeros, que por la mañana sirven de decorado para un género y por la noche para otro, es una de las características de Madrid. Morirse en una ancianidad pletórica, con una columna diaria en El País, una colaboración también diaria en la SER, dando conferencias y publicando libros, es una suerte, que no a todos alcanza. Tres de los seis hijos que tuvo murieron en circunstancias muy dolorosas. Para los que ya somos algo veteranos, Haro Tecglen es una referencia lejana del periodismo franquista, que muy a su pesar debió de ganarse las habas en unos tiempos difíciles. Algunos de los que se encontraban muy cómodos en aquella situación aprovecharon la llegada de la democracia para recordarle al viejo Eduardo supuestas complicidades con el régimen, del que ellos habían sido, por cierto, los más entusiastas turiferarios. La verdad es que él no hizo mucho caso de esas críticas, ni tampoco de aquellas otras que se le manifestaban por quienes transitaron de la izquierda a la derecha, con el mismo sentido del oportunismo acomodaticio. En una emisora de radio pude oír un comentario de César Alonso de los Ríos, antiguo compañero suyo, que subrayaba su condición histórica de falangista circunstancial. Ya no está Haro en el mundo para contestarle, pero en cualquier caso qué más da. Lo importante de la vida, como dicen los cristianos, es morirse arrepentido y militando en la fe verdadera. Y la del viejo periodista fue un republicanismo de izquierdas, romántico y sentimental. Los que fuimos lectores de Triunfo, aquella isla cultura , de una cierta disidencia política, en el mar azul de la prensa española, le estamos muy agradecidos y le recordamos con simpatía. Sus memorias, que constituyeron un gran éxito editorial, llevaban por titulo "El niño republicano". Pudo haberlas llamado con propiedad " El abuelo republicano", pero ya se sabe que los ancianos retoman, a veces, una ilusión infantil por las cosas. En una entrevista que le hicieron, expresó su voluntad de que le fueran a dar unos golpes en la lapida del cementerio si algún día llegaba la III República. Intuía que en vida nunca la iba a conocer.
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