Opinión
ANXEL VENCE
Las cosas del comer
Cientos de miles de litros de leche se han ido estos días por el desagüe, y otro tanto estuvo a punto de ocurrir con varias toneladas de pescado en los ubérrimos puertos de Galicia. No se trata de que los gallegos vayamos sobrados -aunque también-, sino del efecto de una enojosa aunque acaso justificada huelga de transportes. Pero hace raro.
Pasaron ya los tiempos en que a los rapaces se les advertía de que tirar el pan es pecado, porque con las cosas de comer no se juega. Al igual que Irlanda, Galicia ha dejado atrás las hambrunas de los dos últimos siglos para convertirse en un país que produce y hasta exporta montañas de alimentos al resto de la Península y a los mercados continentales. Y con la abundancia, parece lógico que la comida perdiese su antiguo carácter sagrado.
Tal vez por eso nadie se sorprenda -y mucho menos se escandalice- por el vertido de un millón de litros de leche inmovilizados en las granjas o el riesgo, aparentemente ya conjurado, de que varios cientos de toneladas de peces pudieran echarse a perder en las lonjas del reino. La despensa noroccidental de España puede permitirse esas y otras demasías.
Aun así, el espectáculo de la leche derramada y del desperdicio de alimentos en general sigue resultando perturbador para la vista. No sólo por comparación -un tanto fácil- con las muchas necesidades que otros pueblos menos afortunados padecen en la mayor parte del mundo, sino también por el mero aspecto estético de la cuestión.
Nada de esto tiene que ver, naturalmente, con la lógica del mercado. De hecho, los ganaderos gallegos podrían producir todavía muchas más toneladas de leche si las normas de la Unión Europea -que también va sobrada de mantequillas y quesos- no les obligaran a moderar la fecundidad de los tetos de sus vacas. Europa y, por tanto, Galicia, sufren problemas de exceso en materia de alimentos. O están que los tiran, por decirlo con expresión tan castiza como apropiada a la ocasión.
Tampoco se trata de llorar ahora sobre la leche derramada, pero lo cierto es que este quebranto hubiera podido tal vez evitarse si los gobernantes actuasen con la exigible diligencia.
Por falta de aviso no habrá sido, desde luego. Hace ya meses que los marineros y los transportistas se vienen quejando en vano por las estratosféricas subidas del combustible, sin que gobierno alguno -central o del reino- atinase a encontrar algún paliativo al problema.
Ocupados en enredar sobre asuntos de mayor fuste tales que el traslado de la Consellería de Pesca, los mandamases del país se encuentran ahora con que los marineros no pueden mover el pescado de las lonjas por falta de camiones. O con que los barcos no pueden salir a echar las redes porque el precio del gasóleo está convirtiendo en ruinosas las pesquerías.
Ahora que la población empezaba ya a vaciar los supermercados por temor al desabastecimiento, los truenos de Santa Bárbara y de la alarma social parecen haber despertado por fin a los gobernantes; y hasta es probable que su intervención ponga fin a la huelga del transporte en las próximas horas.
Aunque un poco tardíamente, bueno es que las gentes de la política bajen por fin a la tierra. Siquiera sea para asumir que quizá -sólo quizá- pudiera haber problemas distintos y no menos importantes que la reforma de los Estatutos, el sexo de las naciones, el fútbol de selección o el equitativo reparto de altos cargos. Todos ellos muy enjundiosos, sin duda; pero acaso de menor urgencia que los incendios o las graves zozobras de la pesca, la ganadería y el transporte.
Ojalá todos -y mayormente los que gobiernan- hayamos aprendido de este lance que con las cosas de comer no se juega. Y menos con las que dan de comer al país.
anxel@arrakis.es
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