Opinión
LUIS DEL VAL
La inercia de la indignidad
Achacamos a los representantes públicos y a las jerarquías sociales el mal ejemplo de su falta de coraje, su connivencia con la deshonestidad, la comprensión con la corrupción de algunos de sus conmilitones hasta que todo es tan evidente que su conformidad puede resultar peligrosa para ellos mismos. Somos exigentes con nuestros dirigentes sindicales o religiosos y en no pocas ocasiones calificamos de cobardes sus silencios y de amilanamiento sus pretendidas discreciones, pero cuando bajamos la mirada de las autoridades y la empleamos en observar lo que sucede a nuestro alrededor el panorama no es menos desolador.
La inercia de la indignidad se ha instalado entre nosotros y está a punto de convertirse en una virtud encomiable. Cuando en el seno de una empresa se comete una lamentable y flagrante injusticia contra alguno de los empleados, será difícil que encuentre ayuda, o que alguien enarbole un banderín de enganche ante la tropelía. Antes bien, al perjuicio injusto habrá de sumar la iniquidad del silencio, el alejamiento incluso físico de los pretendidos camaradas, el triunfo de la consigna "sálvese el que pueda" o, lo que es peor, el infamante "algo habrá hecho", que ha permitido a todos los sátrapas, en todas las épocas, reforzar su poder con los cañones del terror y la amenaza.
"No te metas en líos", nos aconsejaban nuestros padres, que tenían la excusa de venir de una guerra civil y una posguerra de la que la mayoría habían salido maltrechos o vencidos. Y, ahora, en plena democracia, cuando parece que la libertad impera, y que la defensa de la verdad debería ser honor obligado, la inercia de la indignidad va empapando universidades, fábricas, escuelas y no digamos la administración. Un repugnante servilismo activo o una repelente y culposa indiferencia permite acosos, atropellos y desafueros sin que los testigos de la arbitrariedad arriesguen ni una palabra de censura. Los déspotas lo tienen fácil.
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