Opinión
ANXEL VENCE
Los negros, al desierto
Cientos de emigrantes del África negra que fracasaron en su propósito de salvar las vallas de Ceuta y Melilla están siendo enviados a una muy probable muerte en el desierto por el gobierno marroquí. Así lo aseguran al menos dos organizaciones humanitarias de amplio crédito que ayer informaron públicamente de la atroz medida.
Muchos de estos infelices están gravemente heridos tras el intento de asalto a la frontera hispano-marroquí, según los datos recabados sobre el terreno por "Médicos sin Fronteras"; y todos ellos corren serio peligro de morir víctimas del hambre y de la sed. De hecho, más de una veintena habrían fallecido ya, de acuerdo con la información -todavía no confirmada- de la ONG "SOS Racismo".
La tragedia tiene la suficiente dimensión como para que el Gobierno español se hubiese interesado ya ante el gobierno amigo de Rabat por lo que está sucediendo. Por desgracia, los precedentes no invitan a pensar que tal ejercicio de simple humanidad se produzca.
Aún está reciente el caso de la embajada de parlamentarios y políticos gallegos que trató, inútilmente, de viajar al Sahara para comprobar in situ la política que el gobierno marroquí aplica a los habitantes de la antigua provincia/colonia española. Los organizadores de la expedición apenas consiguieron que algún representante del partido en el Gobierno se sumase -salvo a título personal- al viaje. La nueva política de exteriores veda cualquier riesgo de irritar al rey marroquí, y los saharianos bastante tienen ya con que traigamos a sus niños de veraneo a España.
Todo esto suena un tanto raro. La retórica de la "tradicional amistad" con los países árabes -es decir: con sus dictaduras- parece propia de los tiempos del general Franco, que mantenía con ellos una freudiana relación de amor y odio. Más de lo primero que de lo segundo, eso sí. El dictador se rodeó de una Guardia Mora con vistosas capas y turbantes para su protección personal; y no dudó en premiar generosamente a los marroquíes que le habían ayudado a ganar la guerra contra otros españoles. Incluso tuvo la involuntaria humorada de nombrar capitán general de Galicia -la tierra de Santiago Matamoros- a un militar marroquí que había adquirido una muy sombría reputación durante la guerra.
Mal se lo pagaron al africanista Caudillo sus fraternos colegas de Rabat. Por idéntica que fuese la condición de sátrapas que los unía, el rey marroquí Hassan II no dudó en aprovechar la agonía de Franco para lanzar en 1975 una Marcha Verde sobre el Sahara que terminó con la bochornosa retirada del Ejército español.
Lejos de dar finiquito a aquella pintoresca relación con las dictaduras del área islámica, el actual Gobierno español pone ahora gran empeño en el afianzamiento de los lazos con el régimen -que no con el pueblo- de Marruecos. Tanto es así, que ni siquiera le ha importado al presidente Zapatero dejar abandonados a su suerte en la ONU (y van ya dos veces) a los saharianos, aunque estos tuviesen en 1975 un carné de identidad que acreditaba su ciudadanía española.
Los más pragmáticos -o cínicos, si lo prefieren- tal vez entenderían esta falta de escrúpulos en materia de relaciones internacionales si a cambio saliesen beneficiados los intereses de España. Nada de eso sugieren sin embargo los recientes sucesos de Ceuta y Melilla, o la aparente desidia de las autoridades marroquíes cuando se trata de controlar la salida de las pateras que día sí y día también arriban cargadas de mercancía humana a las costas de la Península.
Tras abandonar a su suerte a los saharianos -primero en la Marcha Verde y luego en la ONU-, sería muy triste que el Gobierno español hiciera ahora lo mismo con los pobres negros de los que el régimen de Marruecos se deshace, enviándolos a morir al desierto. Salvo que, además de amigos de un gobierno autoritario, queramos ser también cómplices de sus actos más indignos.
anxel@arrakis.es
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