Opinión
Elogio del cerdo celta
Un conocido mío, restaurador de profesión, me habla maravillas de la calidad de la carne del "cerdo celta", y de las inmensas posibilidades de su aprovechamiento gastronómico, que no duda en comparar con las del famoso cerdo ibérico. Y al tiempo que lo hace, resalta la gran labor realizada por algunos ganaderos gallegos que, en poco tiempo, han conseguido recuperar una raza que se había dado casi por desaparecida en el año 1970, cuando se produjo una interesada y masiva invasión de animales importados. Según me cuenta este hombre, el llamado "cerdo celta" era el de mayor implantación en casi todo el norte de España durante el siglo pasado, y existían distintas variantes del mismo, como la santiaguesa, la vitoriana, la baztanesa, la de Vich, la molinesa, la alistanesa, la ilermeña y, por supuesto, la del "gochu" asturiano, que era primo hermano de todos ellos, y no los desmerecía en belleza, peso y tamaño. La gente más joven no lo recordará, pero algunos aún conservamos en la memoria las imágenes de aquellos magníficos ejemplares, de piel blanca moteada con manchas oscuras, que impresionaban por su voluminosa cabeza, su tronco estilizado, sus largas patas y su gracioso rabo retorcido. En aquella época era frecuente criar cerdos para el consumo doméstico, y no sólo en el medio rural. Había casas importantes, de gente de gran posición social y económica, que disponían de una pocilga muy bien cuidada al fondo del jardín. A esos cerdos aristocráticos se les daban de comer unos guisos cocinados con verdura, patatas, castañas y habas, y hasta los restos recalentados de los mejores platos que iban a la mesa. Ni que decir tiene que, los resultados de esa crianza eran espléndidos. En nuestra cultura, la relación entre el hombre y el cerdo -con el que tantos genes compartimos- es de tipo atávico y sobrepasa la necesidad imperiosa de disponer de carne para el consumo. La matanza del cerdo es un acto ritual de parecido significado antropológico y religioso al que tiene el sacrificio del cordero en otras civilizaciones. Cuando llegaba el día de matar el cerdo venían a la casa el matarife y unas cuantas señoras que ayudaban a la familia a organizar los embutidos. Todos, contratantes y contratados, trabajaban alegremente, porque no hay nada que una más que la preparación en común de lo que alimenta. No es extraño, por tanto, que algunos tengan hacia el cerdo una devoción casi eucarística. Historias sobre la materia habrá muchas, pero la más curiosa que conozco es la de aquel conserje ovetense, que los criaba en una terraza de una institución oficial en la que disponía de vivienda. Cuando ya estaban de buen año los bajaba por la noche en el ascensor para llevarlos al mercado. Hubo quejas por el mal olor en los servicios, que en un principio se atribuyó a trastornos digestivos de algunos oficinistas. Hasta que un pocero dictaminó que los culpables tenían que ser cerdos de cuatro patas, y se descubrió la piara clandestina.
n NdA.- El ultimo día, por culpa de los traviesos "duendes de la electrónica", salió publicado un artículo que ya había visto al luz hace más de un año, en vez de este. Quizás a la mayoría les haya sonado a novedad, porque todo lo que uno escribe no es precisamente memorable. Dos días seguidos hablando de cerdos puede repetir un poco. Ruego disculpas.
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