Opinión

ÁLVARO OTERO

Nuevos dioses de Olimpia

Durante muchos años los estudiosos del mundo antiguo han venido discutiendo sobre el origen pecuniario u honorífico del deporte, y sobre el papel de los deportistas en las sociedades de antaño. Los caballeros ingleses de la época victoriana, por ejemplo, trataron de fomentar el ideal del deportista griego que sólo competía por honor, por ceñir en su cabeza la corona que era de olivo en Olimpia, de laurel en Delfos, de apio en Corinto y de apio fresco en los Juegos Nemeos. Estos elitistas socios de las sociedades deportivas inglesas de la segunda mitad del XIX prohibían en sus clubes a "cualquiera que haya sido mecánico, artesano, trabajador o se haya ocupado de trabajos domésticos", y por eso consideraban la competición por dinero una bajeza propia de quienes, en fin, no estaban forrados como ellos. Esta línea de pensamiento influyó incluso en las normas de los Juegos Olímpicos modernos, hasta el punto que muchos grandes deportistas, incluso a principios del siglo XX, fueron repudiados por las autoridades olímpicas tras haberse demostrado que habían cobrado pequeñas sumas. Lo cierto es que, desde Grecia, el deporte, el papel de los deportistas en la sociedad y, sobre todo, su fama, han cambiado poco. Desengáñense quienes vean en la actual locura por Fernando Alonso un reflejo de presuntas frustraciones colectivas. Entre Corebo de Elide, el cocinero que en el 776 a.C. venció en los primeros Juegos Olímpicos, y el joven piloto asturiano, no hay mucha diferencia. A los deportistas de entonces se le erigían estatuas, se les pagaba una pensión vitalicia, tenían ventajas fiscales e incluso se creó un género poético, el epinicio, que era entonado por un coro y estaba exclusivamente destinado a cantar sus gestas. ¿Locura por la Fórmula 1? En el lejano 412 a.C., al vencedor Exéneto de Acragante lo recibieron en su ciudad con trescientos carros de caballos blancos, y la pasión era tan grande que en la malhadada Pompeya, según cuenta Tácito, se montó tal gresca entre los aficionados locales y los rivales de Nocera que las autoridades clausuraron el anfiteatro por diez años y los cabecillas fueron desterrados de por vida. ¿Excesos verbales y escritos en los cantos al nuevo héroe? Píndaro, el poeta de Tebas que escribía epinicios, afirmaba que el atleta vencedor reúne todos los grandes talentos naturales y morales del hombre, llevados a su máxima expresión por el esfuerzo, el sufrimiento y la necesidad de superación. El problema es que, para él, estos atributos eran propios de los aristócratas. Hoy, los aristócratas sólo dan saltitos en caballos, y además suelen perder. Aupados a una bicicleta, corriendo, nadando o eligiendo bien los neumáticos, algo, pues, hemos ganado con el tiempo en esta peculiar lucha de clases.

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