Opinión
Quintana y los asuntos exteriores
El ruido del Estatuto catalán relegará hoy sin duda a un tercer plano la entrevista que -en su informal condición de ministro de Exteriores de Galicia- mantuvo ayer el vicepresidente Anxo Quintana con su colega español José Luis Rodríguez Zapatero. Pero lo cierto es que, más allá de la anécdota de que Quintana reivindicase para Galicia la condición nacional, el lance en sí mismo tiene su curiosidad y su miga.
El líder nacionalista no hace otra cosa que continuar -a diferente escala- la tradición establecida por el anterior presidente gallego en materia de relaciones internacionales. Y es que, sin necesidad de que Estatuto alguno se lo permita, los dirigentes del viejo reino de Galicia vienen aplicando aquí desde hace quince años su propia política de Asuntos Exteriores.
Si acaso, cambia el ámbito y la dimensión de la diplomacia gallega, pero el espíritu de fondo es más o menos el mismo.
El monarca Don Manuel, por ejemplo, conducía personalmente la política exterior de su reino, y lo hacía -como es natural, mi querido amigo- con la desmesura geográfica propia de su carácter.
Apenas quedó nación alguna del subcontinente americano que el entonces presidente de Galicia no visitase al menos una vez, con protocolo y tratamiento de jefe de gobierno a pesar de la modesta condición autonómica del país en el que mandaba. Y a la América Latina, que acabó por ser como de casa, hay que agregar otros muchos itinerarios de la diplomacia viajera que llevó a Fraga hasta Libia, Irán o la lejana Australia, entre otros países que harían interminable la relación.
Con el cambio de gobierno ha mudado también en su dimensión la política de relaciones internacionales de Galicia, que ahora se reduce al ámbito de la Península frente a la anterior tradición multicontinental que llevaba a Don Manuel de América a las arenas de África, y de África a las antípodas de Oceanía. Más modesto o menos ambicioso por el momento, el nuevo ministro de Exteriores Anxo Quintana se limita a pedir el ingreso en la liga española de primera, junto a Cataluña y el País Vasco.
Curiosamente -aunque nada extrañe ya en Galicia-, las rutas diplomáticas del anterior monarca conservador gallego parecían casar mucho mejor con las querencias del Bloque que las del propio Quintana. De hecho, los viajes de Don Manuel a la Cuba de Fidel Castro, el Irán de los ayatolas o la Libia de Gadafi solían ser años atrás la pesadilla de los jóvenes cachorros que el fundador de la actual derecha española había dejado en Madrid al frente de su partido.
Cierto es que carece de sentido cualquier comparación. Ni la personalidad de Fraga es fácilmente repetible -para bien o para mal-, ni las condiciones de formación del actual gobierno gallego tienen nada que ver con las del anterior. Y si antes resultaba impensable que Don Manuel cediese la representación exterior a algún conselleiro, ahora parece natural y casi obligado que el presidente Touriño delegue en su vicepresidente Quintana el negociado de asuntos exteriores. (Incluyendo, como es lógico, las entrevistas con el presidente del Gobierno de España).
Tiempo habrá, sin duda, de extender más allá de los estrechos límites de la Península la política internacional de un país que, como Galicia, dispone de una tan dilatada representación de sus ciudadanos en todo el mundo.
De momento, y en un plano más doméstico, no queda sino constatar que el cargo de ministro de Exteriores suele ser en Europa una estación de paso hacia la presidencia del gobierno. Jefes de la diplomacia fueron, antes de serlo del gobierno o del Estado, Mario Soares en Portugal, Alcide de Gasperi en Italia o Paul Henri Spaak en Bélgica, por citar sólo algunos ejemplos históricos.
Si la tradición continental es aplicable a Galicia -país europeo donde los haya-, el presidente Touriño tiene algún que otro motivo para preocuparse. Aparte del Estatuto, claro.
anxel@arrakis.es
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