Opinión

JOSÉ MANUEL PONTE

Comerse un cerdo

Volví a Ciudad Rodrigo para participar en un acto poco acorde con el espíritu cuaresmal. Todos los años, la familia Dorado sacrifica un cerdo ibérico de más de cien kilos, lo trocea de acuerdo con las normas tradicionales del noble arte de la tablajería, y después pone sus sabrosos restos a la parrilla o empanados en chuletas para su posterior paso por la sartén. Ni que decir tiene que el bicho está de pecado y tanto cristianos viejos, como hebreos y musulmanes se olvidan de prohibiciones religiosas y compiten alegremente en su masticación, sin asomo de remordimiento. A la pitanza campestre acude una amplia cuadrilla mirobrigense y escogidos representantes de varias escuelas gastronómicas, venidos de toda España. La juerga -que dura desde el mediodía a la medianoche- es peripatética y uno ha de ir de corro en corro probándolo todo, hasta que el cuerpo del delito es digerido completamente y podemos pasar a ocuparnos de los postres. Ni que decir tiene que todos lo partícipes han de acreditar una salud magnífica, porque para correr este maratón culinario no sólo hay que tener mandíbulas de acero y estómago de hierro, sino también unas piernas de roble centenario. Permanecer de pie tanto tiempo sin perder la vertical no es tarea fácil y sentarse a cubierto sólo se les permite a las señoras, a partir de cierta hora. El resto de los valientes hemos de quedarnos firmes, sobre los propios talones, dormitando discretamente como hacen los caballos. Por cierto, que la familia Dorado tiene en esa finca una cuadra magnífica con más de una veintena de ejemplares de pura raza, que nos fueron exhibidos por riguroso turno para disfrute general. Todos eran hermosos, pero yo me quedé prendado especialmente de uno árabe, pequeño, robusto, ágil y nervioso, con un braceo elegante como suelen los de esa sangre, que por algo es la preferida de los entendidos. Parecía flotar más que trotar este caballo, que aún no tenía tres años. Estaban todos sanos y bien cuidados, aunque lo más sorprendente eran sus nombres. Al principio, cuando el cuidador los llamaba a gritos, "¡Almax!", "¡Cebión!", "¡Boltin!", "¡Ceox!", no caí en la cuenta que se trataba de la denominación comercial de unos productos farmacéuticos. Aunque, dada la profesión de los propietarios, debía de haberlo sospechado. No obstante, aproveché la coyuntura para ayudar el laborioso proceso de la digestión con unos antiácidos. Y de ahí a un rato, con la complicidad de la llegada de la noche, me retiré discretamente. Para entonces el cerdo gigantesco ya había sido felizmente disuelto por las enzimas gástricas que anidaban en el tubo gástrico de los allí congregados. Porque del cerdo -dicen- se aprovecha todo. Bueno, todo, lo que se dice todo, no es verdad. Al regresar al hotel y cuando me disponía a coger el sueño, pude oír al otro lado de la pared un bramido en sordina, que no cesó en toda a noche. Era uno de los cofrades que roncaba a pierna suelta. El gruñido del cerdo es lo más difícil de digerir. No hay enzima que pueda con ello.

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