No contento con haberse cargado la mitad de las romerías de Galicia mediante la prohibición de la cocina campestre, el Gobierno está a punto de rematar ahora la faena dejando a las fiestas del país sin el imprescindible complemento de la pirotecnia, aunque sea en la modesta versión de las bombas de palenque. Sin comida y sin foguetes, las tropecientas mil fiestas que daban su peculiar carácter a este reino empiezan a tener los días contados. Y todo esto, porque un monte se quemó en Guadalajara.

Cuando un político se pone a pensar -actividad más bien infrecuente en el gremio-, lo lógico es que acabe prohibiendo algo. Exactamente eso es lo que parece haber ocurrido a raíz de la tragedia que se cobró en Guadalajara la vida de once bomberos forestales en la lucha contra un incendio.

Lejos de habilitar presupuestos y medios adicionales con los que hacer frente a las llamas, el Gobierno optó por tomar la mucha menos costosa vía de la prohibición. Para que el fuego se vaya enterando de lo que vale un peine, el Consejo de Ministros aprobó un decretazo por el que -entre otras muchas cosas- se prohíbe fumar, encender fuego incluso en "las zonas habilitadas para ello" o "introducir material pirotécnico" en cualquier zona definida como monte en la correspondiente ley.

Traducida al lenguaje común, toda esta jerigonza administrativa significa que no se puede cocinar ni tirar cohetes en el monte, dado el alto riesgo de incendio que tales actividades implican. Y si se tiene en cuenta que casi todo es monte desde el punto de vista legal en un lugar tan frondoso como Galicia, apenas queda duda de que las fiestas y romerías del país están condenadas a la extinción. Por desgracia no ocurre lo mismo con el fuego y los pirómanos, que siguen tan campantes a pesar de los decretos del Gobierno.

Mucho es de temer que el mentado gobierno -algo novicio en estas y acaso en otras cuestiones- se haya dejado llevar por la urgencia del instante en vez de planear acciones a medio y largo plazo. El fuego se le ha ido de las manos en un verano no especialmente tórrido, y acaso por ello los ministros no hayan reparado en que ya existían planes de actuación razonablemente eficaces en determinados reinos autónomos como, un suponer, el de Galicia. Planes que bien podrían servirles de inspiración.

Ciertamente, el antiguo Reino de Don Manuel es el que mayor número de incendios registra desde que se echan cuentas sobre el asunto; pero tampoco es menos verdad que el dispositivo habilitado en los últimos quince años redujo muy considerablemente la superficie de bosque quemada. Tanto como para que la masa forestal aumentase durante ese período en un notable porcentaje.

Con sensatez que le honra, el nuevo conselleiro encargado de guardar los bosques elogió -matizadamente- la eficacia del aparato de lucha contra el fuego heredado de sus predecesores. No puede decirse lo mismo, infelizmente, de la ministra encargada del ramo en Madrid, que atribuye a la "complicidad social" de los gallegos la oleada de incendios que tan malos recuerdos de otros tiempos ha venido a despertar este verano en Galicia.

Quizá suceda que las cosas se vean de distinta manera -cualquiera que sea el Gobierno- desde un despacho situado a 500 kilómetros de distancia que sobre el propio terreno. Eso explicaría que las ideas fuesen sustituidas en Madrid por ocurrencias tales que la de prohibir el tabaco, las barbacoas, las cerillas y -ya puestos- los pirómanos como único método para frenar la gran queimada de los bosques de cada verano.

Sin el menor respeto a los decretos gubernamentales, el fuego -tan inconsciente- sigue devorando los montes de la Península. A cambio, el Gobierno está teniendo un tan notable como involuntario éxito en la tarea de acabar con las romerías y fiestas de Galicia. Debieran cuidar algo más ese delicado asunto. Y es que los gallegos están que arden.

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