Un viejo tic local acostumbra a atribuir al turista portugués un comportamiento más bien laso con las cuestiones de orden higiénico. Que se les culpa de toda la mierda de nuestras playas, vamos, cuando uno no ha visto arenales más limpios que los de Portugal, y baste cruzar la frontera en Tui o Ayamonte para regresar al Planeta Roña. Puede que el portugués ensucie fuera de su tierra lo que no mancha en casa, pero es lo cierto que, en España, tirar desperdicios al suelo es un rito nacional, tan arraigado como la siesta, el tapeo o escarbarse la boca con el palillo.

Habrá quien vuelva de Cíes sin depositar una colilla, pero no nos engañemos: basta una minoría de gañanes para que coca-colas, marlboros y durex conquisten los rincones de las islas. Alguno de ellos acaso se escandalice por la propuesta de Parques Nacionales de que cada visitante retire su propia gruña, pero no es mala manera de atar en corto a los aventureros de Coronel Tapioca, de esos que al desembarcar preguntan a qué hora pasa el autobús que conduce al faro. Como comprobarán, la basura es más pertinaz de lo que se imaginan al lanzarla al contenedor, incluso cuando encestan.

Meses atrás, la editora de una influyente revista portuguesa se despachaba a gusto contra las costumbres, también higiénicas, que exhiben los españoles al otro lado de la frontera, en un artículo tan xenófobo como -me temo- atinado. No resulta difícil imaginar a muchos de los que ponen las Cíes del revés despotricar con equiparable odio al extranjero. Que no cierren la boca si así hallan alivio, pero que vuelvan con la bolsa bien cerradita.

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