Diecisiete españoles han muerto en el remoto Afganistán y quizá no sea apropiado caer en la tentación de subrayar que diez de ellos habían nacido en Galicia. La muerte, tragedia individual y universal a la vez, no entiende gran cosa de partidas de nacimiento.

Si acaso, habría que lamentar la tenacidad con la que las desdichas se ceban en este pequeño país, azotado durante los últimos años por toda suerte de calamidades. Infelizmente, no es una cuestión de azar sino de mera probabilidad estadística. Dado que buena parte de las tropas españolas destacadas en Afganistán pertenecen a una brigada con base en Galicia, parece estadísticamente lógico que la mayoría de las víctimas de cualquier siniestro sean de aquí, tal y como ha sucedido en este caso.

Técnicamente, podría decirse que la hipótesis de un percance mortal entra dentro de los riesgos del oficio de soldado. Pero mucho es de temer que esa explicación -tan fría, tan racional- no vaya a servirles de gran consuelo a los familiares de las víctimas.

Cierto es que, desde que el Ejército español abandonó el arcaico sistema de levas para constituirse en una fuerza armada profesional, la posibilidad de sufrir una desventura de este tipo es asumida por quienes eligen voluntariamente un trabajo de suyo peligroso. Pero otro tanto ocurre con los bomberos, y no por eso dejan de conmovernos sus muertes cuando el fuego les gana la dramática partida.

La comparación no está mal traída, si se tiene en cuenta que la labor de los militares -cuando menos, en España- se asemeja últimamente a la de los encargados de apagar el fuego y a la de las organizaciones humanitarias en general. Acuden, cierto es, a lugares donde se ha producido algún conflicto armado; pero no resulta menos verdad que por lo común lo hacen cuando el grueso de las operaciones bélicas ya ha terminado y tan sólo quedan por delante tareas de seguridad y reconstrucción.

Así ocurrió en Bosnia, en Kosovo, por dos veces en Irak, en Afganistán e incluso en Haití, entre otros destinos más o menos exóticos a los que han sido enviadas tropas españolas.

Hay diferencias de matiz, desde luego. No siempre las intervenciones militares previas fueron ejecutadas -o perpetradas- bajo el manto legal de la ONU, tal como ilustra el ejemplo de la invasión de Irak que tanto ha contribuido a empeorar la ya embrollada situación de aquél desdichado país. Otras fueron mucho mejor comprendidas y no sólo por el apoyo formal de la ONU -que a veces no existió-, sino en la medida que pusieron fin a la limpieza étnica de Milosevic en Yugoslavia o al enloquecido régimen de los talibanes en Afganistán.

Lamentablemente, todas las guerras se parecen, por distintos que sean sus detalles y circunstancias. En ellas se mata y se muere, e incluso las misiones de pacificación que se emprenden una vez concluidas las grandes batallas siguen comportando notables riesgos, como por desgracia acabamos de comprobar.

Habrá quien se pregunte ahora -con menos malicia que perplejidad- cuál es la razón de que el Gobierno español ponga en riesgo a sus tropas en un lugar de tan escasa relevancia para la defensa del país como en apariencia es Afganistán. Doctores y estrategas tiene el Estado para explicar las sutiles razones de orden internacional que así lo aconsejan. Y seguro que lo harán, aunque ello no prive a los ciudadanos de reservarse el derecho a creerles o no.

Resultaría deplorable, en cualquier caso, que la tragedia de ayer sirviese una vez más de pretexto para que el Gobierno y la oposición se arrojen los cadáveres a la cabeza, tal que ocurrió en recientes -y parecidas- ocasiones cuando los papeles estaban cambiados. Educados en el respeto reverencial a los muertos, difícilmente los gallegos a los que ha tocado la peor parte de la tragedia perdonarían a unos y otros esa inaceptable grosería.

Mejor será que gasten sus energías en explicar qué es lo que se nos ha perdido en Afganistán. De momento, sólo sabemos que diecisiete vidas, diez de ellas gallegas.

anxel@arrakis.es