Apenas una semana después de que Galicia estrenase el primer gobierno sexualmente equilibrado de su historia -seis conselleiros y seis conselleiras-, la segunda tanda de nombramientos de la Xunta empieza a dar al traste con esa anhelada paridad. De los veinticinco directores generales recién nombrados, nada menos que veintitrés son caballeros, y tan sólo dos de ellos (disculpen: de ellas) pertenecen al gremio de las damas. O lo que es lo mismo: un 92 por ciento de hombres contra un 8 por ciento de mujeres.

Cierto es que todavía quedan por cubrir cuarenta altos cargos de este segundo nivel, pero mucho deberán esforzarse los conselleiros (y conselleiras) para corregir tan flagrante desequilibrio de entrada. Una falta de equidad que acaso no tenga siquiera correspondencia en el mucho más competitivo ámbito de las empresas, con lo que el nuevo gobierno de modernidad y progreso iría, sin quererlo, a remolque de la sociedad.

No hay por qué reprocharle esta aparente incongruencia a los nuevos gobernantes, que a fin de cuentas cumplieron con su objetivo de lograr la igualación de sexos por la parte de arriba.

Algo parecido está haciendo el Gobierno central al suprimir la intolerable discriminación entre hombres y mujeres a la hora de acceder al trono y, por tanto, a la Jefatura del Estado.

Retrucarán los de siempre que ese derecho a reinar sigue estando limitado a unos pocos miembros de una determinada rama de la familia Borbón; pero tampoco hay por qué ponerse tan quejicosamente reaccionarios. Nótese que si el Parlamento reconociera el derecho de cualquier español a ocupar la más alta magistratura del Estado, esto se convertiría en una República, con los farragosos cambios en la Constitución que tal reforma exige.

En la duda, los gobiernos de España -ya sean generales o autonómicos- parecen haber optado por la fórmula que George Orwell esbozó en su novela de anticipación "Rebelión en la granja". Es decir: que todos somos iguales, pero algunos son más iguales que otros.

Orwell no entraba a detallar este punto, pero lo cierto es que la igualdad va menguando a medida que se baja en la escala de la administración y del poder en general. Los conselleiros, por ejemplo, pueden mantener una equitativa cuota de poder con las conselleiras; pero ya no ocurre lo mismo con los directores y directoras generales para quienes (y quienas) se exige en general un perfil más profesional que político.

Infelizmente, la experiencia sugiere que esa tendencia se acentúa a medida que uno va descendiendo en la estructura del mando. Tanto es así, que en los más modestos escalafones -tal que el de limpiadores/as- la proporción pudiera invertirse hasta un porcentaje de casi el ciento por ciento a favor (o más bien, en contra) del sexo femenino.

Habrá quien opine que la insistencia de todos los gobiernos -ya de izquierdas, ya de derechas- en promover la deseable igualdad sexual no pasa de ser una pose de escaparate con el objetivo de atraer el cuantioso voto de las señoras. Es cuestión de opiniones. Lo que sí parece cierto, a juzgar por la experiencia, es que se trata de una propuesta dirigida a las elites, aunque no necesariamente elitista.

Prueba aparente de ello es que las beneficiadas hasta ahora -incluso desde el punto de vista gramatical- están siendo las ministras, las conselleiras, las juezas y las presidentas; pero en modo alguno las obreras, las empleadas que a igual trabajo cobran menos que sus colegas varones o incluso, por lo que se ve, las directoras generales (o generalas).

Bien está, en cualquier caso, que los gobiernos pretendan corregir con el ejemplo propio esta irritante discriminación entre sexos. Lo malo es que den por cumplido el expediente con la cuota de ministras y conselleiras. Hay muchos más puestos, y muchas más mujeres.

anxel@arrakis.es