Pues la verdad es que, visto el balance de víctimas en las carreteras gallegas, no parece que puedan existir argumentos contrarios a la exigencia del pago de otra deuda infraestructural que padece este país: la de las comunicaciones interiores. Y se especifica de ese modo porque una parte de los sucesos que ocurren en el tráfico actual podría evitarse si Galicia dispusiese de una buena red ferroviaria de cercanías y de un sistema de transporte público eficaz, servicios ambos que llevan años reclamándose.

En este punto resulta más que probable el alegato a que la tremenda estadística de accidentes tiene orígenes diferentes, y más complejos, que el del estado de las carreteras o la ausencia de opciones. Y sin duda hay mucho de verdad en ello: desde la responsabilidad -o quizá irresponsabilidad- de los conductores hasta la falta de educación vial, incluyendo el hecho de que las academias actuales no capacitan, y no porque no hayan reclamado mejoras en el sistema, en realidad más que para la obtención del carnet. Todo ello sin agotar el catálogo.

Item más: algunas asociaciones han solicitado reiteradamente que se vincule la dispensa del permiso de conducir a la edad y la potencia de los automóviles a la experiencia, cuando no que se reduzca por ley; porque, dicen, si se limita la velocidad no hay razón para vender vehículos que pueden duplicar la permitida. Y también serían todos ellos argumentos sobre los que reflexionar, aunque algunos generarían consecuencias indeseables en otros aspectos y precisarían terceras lecturas. Pero hay que analizarlos, sin duda.

Dicho todo ello, y aún a riesgo de reducir tanto la cuestión que pueda parecer su resumen demasiado simplista, hay un hecho incuestionable: el único modo con efectos demostrados de evitar accidentes de tráfico, y por tanto víctimas -por no hablar de los atascos, que molestan pero son otro problema- es el de reducir el número de vehículos que circulan: lo otro es conformarse con el vaivén de las cifras. Y esa reducción sólo será real cuando los ciudadanos dispongan, para desplazarse, de unas alternativas que ahora mismo no tienen.

A estas alturas algunos observadores habrán reflexionado ya sobre el dato, evidente, de que el uso del tren, como el de los autobuses, requiere también una educación que hoy por hoy tampoco aparece entre las socialmente consolidadas; y también tienen razón, lo que no significa que resulte imposible implantarla. Dicho eso, y sin la menor intención de entrar en la vieja discusión de si es primero el huevo o la gallina, cualquiera que tenga dos centímetros de frente podrá deducir que no habrá nunca educación sin maestros, ni modo de optar entre el transporte público o el coche particular si no existe el primero. Así que que no puede estar más clara la moraleja.

¿Eh...?